Por Mariano Valcárcel González.
Por un tema, en el que estoy interesado, me puse a buscar todo lo que pudiese sobre el Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial.
Obra magna de la época que todavía admira por la rotundidad de la construcción, su inmensidad, su estilo pesado y a la vez ligero, por lo que allá se encierra, por sus significados tan diversos e incluso controvertidos y misteriosos, por haberlo sido a pesar de las bancarrotas del Estado recurrentes y por obedecer a la voluntad única e inequívoca de una mera persona.
Esa única voluntad fue la del monarca de la dinastía de los Austrias españoles, el sucesor por ser hijo del Emperador del Sacro Imperio Romano—Germánico, Carlos V, y Rey de las Españas, Carlos I. Ese monarca, que no heredó la corona imperial, pero que regía un verdadero imperio, fue el que se nombró como Felipe II (II, porque el primero fue su abuelo Felipe de Borgoña, llamado “El Hermoso”).
Como sucesor de los estados de su padre y de los intereses que aquél hubo respecto a los problemas de la época, especialmente en lo tocante a Francia, Centroeuropa, Flandes y las Provincia Unidas y las escisiones religiosas y sus guerras; a los que añadió la pugna con Inglaterra; los frentes que se le abrieron al español no fueron menores. Las fuerzas y el dinero que tales empresas y empeños consumían no eran cosa menor, tal que, a pesar del río de oro y plata provenientes de las Américas, tanto consumo sobrepasaba todas las posibilidades de la Corona Española.
Y, sin embargo, seguía y seguía porfiando en aquel despeñadero que todo se lo llevaba por delante, acabando con la economía castellana, con sus gentes y su futuro. Aquel reinado (y los posteriores, que apenas sufrieron cambios de dirección tanto política como económicamente), sin embargo, se ha venido considerando por ciertos historiadores y, en especial, por propagandistas de las glorias imperiales, más imaginadas o inventadas que existentes, como un referente necesario para el orgullo nacional. Así, al César y a su hijo Felipe se les clasifica como “Austrias Mayores”; y a los descendientes, hasta el malhadado Carlos II, como “Austrias Menores”.
Hoy día hay investigadores e historiadores que ponen las cosas en su sitio y cuestionan, con pruebas y datos reales, el significado de aquellos años de reinado filipino. Y se conocen cosas que no resultan muy acordes con la mitología imperial.
Pero lo que me ha llamado la atención ha sido la persona del monarca. El mismo Felipe II.
“El Rey Prudente”, se le vino a llamar. Ese calificativo surgió en su misma época y desde su entorno. Por escritos y obra de quienes tenían la obligación de alagar al monarca, de defenderlo ante la opinión pública (más desde fuera que desde dentro, que esta estaba bastante controlada), de presentarlo para la posteridad como dechado de virtudes (de estadista y religiosas) frente a lo que se estaba propagando contra él en las áreas donde tenía más enemigos (especialmente Flandes e Inglaterra) alimentadas por los aportes de su ex secretario y huido (como ahora Puigdemont) Antonio Pérez. Y también por los que se beneficiaban muy directamente de su acercamiento a la Corte, fundamentalmente en busca de poder y prebendas.
Prudente lo pudo ser, en tanto en cuanto fue su modo de obrar en cuestiones de Estado y administración, de forma lenta y parca, minuciosa y ralentizada, porque todo había de pasar por sus manos, hasta minucias hoy día difíciles de entender. Porque era rutinario, al modo del funcionario de covachuela, fiel a sus métodos y esquemas inalterables y aplicados a todo. Prudente, porque era adicto al secretismo, a la ocultación, a tener bajo control personal y discreto tanto lo público como lo privado.
Prudente, porque nunca se arriesgó, como su padre, en batallas o idas y venidas a pesar de los peligros. Asentó sus reales en Madrid y luego en su querida y magna obra, El Escorial. Un misántropo realmente metido allí y no únicamente por cuestiones de utilidad pública. La cuestión religiosa en su persona llegó al paroxismo, considerándose el verdadero prior del monasterio, pues todo lo concerniente a oficios divinos, ritos y demás asuntos lo fiscalizaba, ordenaba y dirigía según su parecer; es de hacer notar que los nombramientos de los responsables de la orden pasaban por sus manos (y también —que todo hay que decirlo— la defensa frente a los frailes de los hermanos en la comunidad que no caían en gracia a la misma, pero sí al Rey).
El tema de las reliquias, su obsesión por las mismas (llegaron hasta unas siete mil de todas clases) lo tenía tan alterado que no le importaba gastarse un dineral en que le trajesen algo, por mínimo que fuese e improbable testimonio. Claro que los frailes se encargaban de animarlo en tales desatinos. Con solo esto ya deberíamos entender del fanatismo del sujeto, poco decidor de sus capacidades intelectuales; pero había más; había un secreto deseo de alcanzar objetivos por medio del esoterismo, la alquimia o la utilización de supuestas “puertas” que le permitiesen acceder a los conocimientos prohibidos. Sí, tenía a su servicio —secretamente— a sujetos que operaban en estas coordenadas que, a los demás españoles, les costaban procesos terribles de la Inquisición.
Y lo peor, su doblez personal. Su hipocresía. Sus ansias secretas (fíjense en su retrato, que lo descubre) carnales. Su lascivia y sus manejos al respecto. Siempre se especuló con el capítulo de la Princesa de Évoli, dama por demás perturbadora y, aunque esto esté en un limbo histórico, lo cierto es que su persecución y su posterior castigo por órdenes reales no fue liviano ni indulgente; el entender que solo obedeció a sus intrigas (de ella) políticas se queda algo corto como justificante. Conectar a la princesa con al secretario y alcahuete íntimo, Antonio Pérez, busca la razón de tanta inquina hacia los dos. Se debería, pues, intuir y también averiguar fehacientemente los derroteros habidos entre Monarca y Secretario Privado, tesorero de sus más íntimas decisiones y deseos y, por lo tanto, persona muy peligrosa para Felipe. Al final, se trataba de eliminarlo, tras diversas peripecias y acusaciones legales; no lo logró y Pérez hizo mucho daño en el extranjero (Leyenda Negra), aunque el personaje murió prácticamente en el olvido y anulado políticamente.
Y su compulsiva desconfianza, que lo llevaba a autorizar crímenes de Estado; eso sí, justificados y “perdonados” por el confesor pertinente, que era singularmente premiado casi siempre con una sede obispal o hasta con capelo cardenalicio. No eran, por lo general, desinteresados ni humildes los frailes que ejercieron ese oficio frente al Monarca.
El proceso de su enfermedad y muerte es de lo más terrible. Sus biógrafos cuentan que fue ejemplar en paciencia, aguante y fervor. Pero, por ciertos datos que se aportaron de lo mismo, a mí no me extrañaría que, como precaución, le hubiesen practicado en alguna ocasión un rito exorcista. Pero esto nunca se declaró, ni admitió abiertamente.