No por mucho madrugar…

Perfil

Por Mariano Valcárcel González.

Hay algo que se le ha oído decir a un venezolano y que es digno de ser meditado correctamente.

Venía a decir el hombre más o menos esto:

—Comandante Chávez: me enseñaste a leer y a escribir, me enseñaste a pensar, y ahora que quiero expresar lo que pienso, diciéndolo y escribiéndolo, no me dejas.

Es la cruel paradoja de la colisión del idealismo utópico con la cruda realidad. Es la cara y la cruz de lo que siendo bueno y deseable, lo que sirve de bandera de enganche y de objetivo revolucionario fundamental, se convierte luego en un arma que puede ser de doble filo y, por lo tanto, se restringe y cercena, creando la consiguiente frustración.

Una revolución como Dios manda, sobre todo si es de izquierda, siempre tuvo (y tiene), como uno de sus puntos programáticos ineludibles, sacar del analfabetismo a las masas proletarias (especialmente eran las campesinas), que las tenían sumidas los señores y los capitalistas.

Llevar la cultura a la gente común, socializarla y hacerla asequible; una empresa digna de encomio. Era misión con la que se enorgullecía la II República Española y para ello no se dudó en fomentar la extensión de la enseñanza primaria gratuita a cargo del Estado, creando maestros y escuelas, llevar la cultura a las zonas más remotas, con las llamadas Misiones Pedagógicas, con La Barraca y otras tantas iniciativas.

Que ello constituía un peligro para la clase hasta entonces dominante, los terratenientes, los señoritos, los caciques, la Iglesia (que tenía casi el monopolio de la enseñanza) se vio en la virulencia del castigo infringido por los sublevados vencedores contra todo lo que provino de la acción republicana, también en lo cultural, asesinatos de maestros, paseos de maestras, purgas de funcionarios docentes de todos los niveles, desmantelamiento de la estructura educativa en provecho otra vez de la enseñanza eclesiástica, quedando el Estado como mero subsidiario de aquella.

Que estos castigos tuvieran un componente ideológico no lo duda nadie. Porque se partía de que el esfuerzo republicano había tenido un marcado tinte ideológico, de adoctrinamiento.

Aquí está la paradoja de la cuestión.

Mantener a las masas en el analfabetismo y en la incultura era un seguro para los poderosos. Las gentes que no sabían leer ni escribir estaban atadas de pies y manos e inermes frente a los abusos, carentes del conocimiento de sus derechos y de la posibilidad de ejercerlos. En manos de jueces, abogados, religiosos y demás ralea. Y también -claro está- en manos de quienes de entre ellos (o provenientes de capas sociales más favorecidas) les informaban, porque sí sabían leer y escribir e incluso habían ascendido algunos escalones en la escala social y les dirigían e incluso los adoctrinaban. Esto es innegable, pero es que además era y es un paso necesario en la acción política y revolucionaria. En el Casino, leían todos los periódicos; en la Casa del Pueblo, uno se lo leía a los demás.

Pero, claro está, si me abres los ojos, si me das los instrumentos, si me das la posibilidad de que piense por mí mismo, de que me informe de la existencia de otras ideas, entonces corres el peligro de que tú para mí ya no seas tan imprescindible ni tan creíble, que ya se derrumbe tu aura de faro y guía absoluto e irrebatible, incontestable. Puede que te abandone.

Los del antiguo régimen, a lo sumo, llegaban a concebir aquello de «Todo para el pueblo, pero sin el pueblo» como algo que buscaba la felicidad de los súbditos o los gobernados. Al fin y al cabo, los revolucionarios de Octubre no buscaban otra cosa, siendo pues tan antiguos como los de la Ilustración. Y los de nuevo cuño, igual; que esas amplias campañas, bien publicitadas, de lucha contra el analfabetismo solo tienen y buscan tener un carácter limitado; la limitación llega cuando se quieren traspasar las fronteras de lo permitido. Y todo lo que esté fuera del pensamiento y de la doctrina dominante, la del sanedrín de dirigentes incuestionables, por mucho que se pueda atrever alguien a leerlo y enseñarlo, será delito y, como tal, perseguido y juzgado.

Bien a las claras el inicio de este escrito.

Cuando se terminó la España «Una, Grande y Libre» y se inició el camino nuevo, creyeron algunos que había llegado el momento de recuperar las campañas republicanas. Un grupo decidido de docentes, unos contratados ad hoc (terminaron todos de funcionarios por la puerta de atrás) y otros ya funcionarios de oposición emprendieron la Educación de Adultos, principalmente para alfabetizar a tanta mujer y hombre todavía sin saber leer ni escribir, ni de cuentas, en el medio rural principalmente y con la colaboración de las autoridades locales. Había mucho español -no digamos andaluz- que estaba expulsado por generaciones de la cultura. Se hicieron cosas buenas y las gentes lo agradecían. Únicamente, que ya no funcionaba aquello del adoctrinamiento político, no -al menos- como en otros tiempos se hubiese deseado; no se enfervorizó a las masas hacia el logro de su revolución, siempre pendiente. Una pena.

Sin embargo y a la vista de los acontecimientos recientes, habrá que convenir que un exceso de instrucción, de supuesta educación, puede llevar también el adoctrinamiento y el fanatismo; si no, veamos cómo se están comportando las masas supuestamente instruidas y cultas de Cataluña. Me deja perplejo tal paradoja, que, teniendo el instrumento de su propia libertad de ideas y de pensamiento, se dejen conducir como borregos acríticamente y sin querer siquiera discernir el grano de la paja que le presentan. Debe ser una cuestión de los tiempos actuales, que nos lleva sin remedio a una regresión cultural como la ya vivida.

De donde deduzco, si es que puedo, que «No por mucho madrugar amanece más temprano»; y ahí queda eso.

marianovalcarcel51@gmail.com

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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