Por Mariano Valcárcel González.
Estimada señorita:
Desearía que al recibo de esta carta se encuentre usted en perfecta salud; yo bien, a Dios gracias.
El motivo de esta carta estriba en el asombro que me causa el trato que usted dispensa a los clientes que pasan por su caja. Le confieso que me choca bastante, ya que ‑por lo general‑ sus compañeras y compañeros demuestran unas maneras ‑al menos‑ educadas y corteses, cuando no francamente agradables y deferentes, para con esa larga fila de clientes que van desfilando a lo largo de sus cintas transportadoras.
Se entiende que para trabajar en las cajas de cualquier superficie de ventas no hace falta poseer un doctorado universitario, aunque hay cadenas que exigen, para ser empleados de las mismas, como mínimo un grado; lo cual me asombra, pues para ser reponedor (o cajero) no creo que se necesite tal cualificación. Nunca está de más el poseer conocimientos y cultura, ciertamente; mas lo que nunca debe faltar es la educación.
Así que me causa estupefacción su trato para con mi persona; persona que, creo yo, nunca ha tenido el honor de comer en el mismo plato con usted. Por eso, ese tuteo tan llanote, cuando me preguntaba si poseía la tarjeta o quería alguna bolsa, me sonaba como cosa improcedente y carente de rigor educativo; de saber ejercer el trabajo adecuadamente.
No es que yo le exija una etiqueta absurda o una sumisión esclava; rebajarse hasta perder la decencia o el decoro ‑no digamos ya el honor‑; nada de eso; pero, teniendo en cuenta el servicio que presta, frente a toda clase de público, las distancias corteses han de ser prioritarias. Claro está que usted tendrá matices, según sea cada quien; y no digamos, si es algún familiar o conocido. Sin embargo y como contraste, conozco empresas que sancionan muy duramente a los empleados que muestren maneras demasiado familiares o cercanas con la clientela, aunque esta sean familiares.
Desde luego, a nadie le mola que quien lo atienda sea un mero palo envarado y de apariencia altanera. Tan poca educación también demuestran quienes así se comportan como la contraria comentada; y fíjese: ya puestos, la prefiero a usted que a su contraria. Entrar en un comercio, o a un restaurante, o llegarse a un mostrador de información y darse de bruces con una cara inexpresiva o francamente despectiva es deprimente y, a mí, siempre me dan deseos de salir corriendo o de preguntar si es que tienen algo en contra mía.
Me temo que a usted la contrataron coyunturalmente, por la temporada de ventas, y que, una vez pasada la campaña ‑entonces‑, se la despedirá casi sin derecho a nada; y eso, realmente, motiva muy poco; nadie se va a matar en un trabajo precario, que se paga mal y no se valora. No es criticable, pues, que su dedicación no sea óptima, pues me imagino que tampoco ha sido óptima su preparación.
Las empresas van a lo inmediato, a salir al paso día a día y luego ya se verá… Pocas tienen verdadera visión de futuro y menos todavía si esa visión implica tener en cuenta la formación y encuadre de un cuerpo de trabajadores útiles y efectivos, que eleven la productividad al saber perfectamente cuál es su misión, los medios con los que cuentan, las formas más idóneas de manejarse y manejar; esto requiere para las empresas realizar buenas selecciones de personal, saber aprovecharlos en el mejor puesto idóneo para ellos, formarlos consecuentemente y, en realidad, pagarles a tono con las responsabilidades que ejerzan. Todo lo anterior significa tiempo y estabilidad.
Como no se quiere facilitar la estabilidad y se quiere vencer al tiempo, lo normal es que el cuerpo laboral sea difuso e inestable, con pocas oportunidades de coordinarse y formar equipos, perdiendo más productividad y tiempo en obligar a los veteranos (los pocos que queden) en formar, a la carrera, a los ciclos de novatos que les van llegando, que pronto serán relevados por otros y así una vez y otra y otra… Los veteranos tenderán a la rutina y a la depresión y los novatos actuarán como se ha indicado, al no tener horizonte alguno. Ello queda abocado, sin remedio, al fracaso empresarial (justificando así un cierre patronal totalmente previsible).
Bien, perdone usted. En mi ánimo no ha existido ofenderla, pues entiendo que no es su culpa. Le deseo que le prorroguen el contrato y obtenga así cierta seguridad en su devenir.
Sin más que decirle, se despide atentamente de usted:
Mariano Valcárcel González