Por Jesús Ferrer Criado.
Bajamos del tren con nuestros bártulos, todos detrás de Pepe Fernández, que oficiaba de hermano mayor y, atravesando el edificio de la estación, nos dirigimos a la explanada que hay detrás. Enfrente, había un gran café bien iluminado y con bastantes clientes que ocupaba casi toda nuestra perspectiva y hacia allí nos dirigimos. Pepe habló con el encargado y nos permitieron dejar nuestras maletas amontonadas en un rincón de la sala.
Serían las doce de la noche. A la izquierda de la explanada, se encontraba la estación del llamado “Tranvía de la Loma” que, en su momento ‑o sea, a las seis de la mañana‑ se pondría en marcha para transportar a los argonautas a su destino final.
Durante el pesadísimo trayecto en tren ‑y ahora nos dábamos cuenta‑, habíamos disfrutado de una cierta protección. Habíamos estado recluidos, en un recinto oficial y, de alguna manera, controlado. Ahora, liberados de la cárcel del vagón, éramos libres, con una libertad que sólo podía servir para perjudicarnos.
Podíamos ir de aquí para allá, explorar la oscuridad, adentrarnos en lo desconocido, pero no podíamos pagarnos una habitación de las que se ofrecían en el piso superior del café.
Pepe propuso acercarnos al río Guadalimar, que pasa cerca, y allí fuimos. Para mí fue una revelación, porque era la primera vez que veía ‑adivinaba en la oscuridad‑ un río normal. El pobre Andarax de mi tierra tenía momentos de esplendor ‑las riadas‑; pero no duraban. Era un río esporádico.
Se trataba de entretener toda una noche en vela. Y éramos críos. Qué estaría haciendo ahora mi madre. Estaría rezando por su Jesús, seguramente. ¿Y las madres de los demás?
Curiosamente no hemos vuelto a ver a los futuros guardias civiles. Se bajaron con nosotros, pero los hemos perdido. Igual han tomado un taxi hasta Úbeda. Benditos ellos.
Fue una noche de continuo deambular. De aquí para allá y de allí para acá. El café se mantuvo abierto toda la noche y no pudimos resistir la tentación de tomar un vaso de leche caliente. Creo que alguien, haciendo sus cuentas, prefirió abstenerse. Así estaban las cosas.
Me pregunto ahora si estos matrimonios actuales de hijos únicos permitirían a ese único hijo correr estas aventuras, en los tiempos actuales. Éramos ‑resumiendo‑ un grupo de niños sin dinero, lejos de sus familias, haciendo un viaje incomodísimo en busca de una oportunidad de futuro.
De aquí para allá y de allá para acá. El tiempo se hace eterno. Claro que tenemos sueño, pero no un sitio adecuado para dormir. En los bancos corridos de la sala de espera, ya hay dos hombres ‑pobremente vestidos‑ acostados con la cabeza casi cubierta con unos chaquetones raídos. Cuando entramos, tras uno de tantos recorridos que hacemos para entretener el tiempo, se rebullen y reacomodan sus abrigos. Volvemos al andén y lo recorremos de extremo a extremo, en el enésimo viaje de inspección. Se nos acaban las ideas para pasar el tiempo y hace frío. Una y otra vez miramos hacia el pequeño hangar, donde espera un vetusto tranvía de madera, pidiéndole a Dios que tenga piedad de nosotros, despierte al conductor y lo traiga a rastras para llevarnos a Úbeda. Preguntamos al personal de Renfe por el horario del tranvía, deseando, con todas nuestras fuerzas, que la salida sea ya.
Por fin, aparece un hombre delgado con la gorra de conductor y enciende la luz del hangar. Nuestro alborozo es enorme y nuestro alivio también. A pesar de que aún falta un ratito para las seis, nos dirigimos corriendo hacia el café para recuperar nuestras maletas y llevarlas junto al tranvía. Ansiosos, esperamos el permiso del conductor para subirlas dentro. Es el propio conductor quien nos vende los billetes y los pica. Cuando, por fin, nos sentamos en los incómodos bancos de madera del vetusto carricoche, una sonrisa general recorre la mesnada. Es como decirnos a nosotros mismos: «Lo hemos conseguido». Efectivamente, hemos sobrevivido al viaje y al desamparo de la estación. Lo que queda ahora son solamente dos horas de lento traqueteo loma arriba. En alguna cuesta más empinada, se baja alguno y camina junto al tranvía, al mismo paso que él. Un trotecillo ligero le basta para volver a subirse.
Canena, Rus, La Hiedra… Antes de llegar a Úbeda, amanece un día espléndido. Es un buen augurio.
Desde la estación de tranvías, un corto recorrido tirando de la maleta para acercarnos al colegio. Un hombre mayor nos da la bienvenida.
—Vosotros, ¿quiénes sois?
—Los de Almería —contesta Pepe—.
—Pues pasad para adentro y dejad las maletas.
Cuando logramos poner nuestro equipaje en un sitio conveniente, se deshace el grupo. La mayoría ya sabe adónde tiene que ir. Yo me quedo esperando que alguien me indique mi sitio. Se despiden.
—Bueno —me dicen todos—. Ya hemos llegado. Ahora a estudiar como un machote.
En el patio, habían, a medio tallar, unos bloques de piedra blanca, con los que estaban construyendo los relieves de la fachada de la iglesia, que es impresionante. Miro alrededor. A pesar del cansancio y del sueño, estoy contento de estar aquí. Me gusta.