El viaje, 01

Por Jesús Ferrer Criado.

De una manera completamente informal, entre risas y bromas continuas, nos fuimos presentando unos a otros. Sólo había otro nuevo, Marcelo Moreno López, de Ohanes y mayor que yo, al que luego, en el colegio, lo meterían directamente en primero, mientras a mí me llevaron a Preparatoria. De modo que yo me convertía en el benjamín del grupo. Todos me demuestran una gran simpatía y hacen que me sienta a gusto y protegido. Así que mi impresión fue estupenda desde el primer momento.

Si no recuerdo mal, los componentes de aquella expedición eran, además de Pepe Fernández Martínez, que actuaba de hermano mayor, Jesús Aranda Zorita, Antonio Mondragón Caracuel, Francisco Moreno al que llamaban “Coli” y Arturo Alarcón. En total, con los de Huércal que acabábamos de subir, éramos nueve, o sea, que ocupábamos todo el departamento.

El tren avanza lentamente, marcando con fuerza los trasquilones entre raíl y raíl, y desde la ventanilla veo cómo se quedan atrás las últimas casas del pueblo y empiezan a ambos lados de la vía, casi tocando a los vagones, los huertos de naranjos y los pocos parrales que todavía quedan. Diviso en la distancia las manchas blancas de algunos cortijos conocidos. Conforme me alejo del pueblo, se me llena la cabeza de interrogantes y de esperanzas.

A los diez minutos de salir, antes de llegar a Benahadux, ya nos encontramos con un túnel, lo cual significaba un cierto zafarrancho en el vagón, porque había que subir las ventanillas para evitar que entrara humo y carbonilla. Durante un minuto, nos quedábamos totalmente a oscuras y era el momento de gastar alguna broma, a lo mejor un ligero coscorrón al que te pillara al lado.

—¿Quién ha sido? —protestaba, la víctima, medio en serio, medio en broma—.

Entre risas, cada cual le echaba la culpa a otro. Pasaría de una forma u otra en cada uno de los numerosos túneles del recorrido, sobre todo al principio del viaje. Quedarse dormido también era una invitación a lo mismo. Podía ser esconderte el bocadillo, meterte un rollito de papel por la nariz para que estornudaras, hacerte cosquillas…, cosas así.

Yo debí darles lástima en mi bisoñez y me libré de la novatada.

—Sentaos, que viene el revisor —nos avisa Pepe—.

Inmediatamente nos ponemos a buscar nuestros billetes y, cuando aparece el funcionario, estamos todos serios y formales como en misa.

—Billetes, por favor.

El billete era un pequeño cartón rectangular, color ocre, donde aparecían impresas en negro las estaciones de salida y destino y, por detrás, una incisión con la fecha. El revisor, con una especie de grapadora, les hace una pequeña perforación que los marca y los inutiliza.

Conforme pasaba el tiempo, pasaban también las estaciones: Gádor, Santa Fe, Fuente Santa… La locomotora hacía lo que podía, trepando con mucho esfuerzo desde Almería capital ‑al nivel del mar‑, hasta las estaciones del interior, situadas en las estribaciones de los Filabres y más allá, algunas a más de mil metros de altura.

El abrupto relieve obligó a construir no sólo túneles, sino arriesgados viaductos como el de Santa Fe, desde cuya altura el panorama del pueblo blanco, sumergido entre naranjos, resulta espectacular.

En cada estación subían y bajaban algunos viajeros. Y siempre, aparte del personal de Renfe, hay algunos curiosos, mayormente hombres, que parecen ir a la estación a esperar del tren algo que nunca les llega.

Recuerdo cómo iba cambiando la indumentaria de la gente, conforme subíamos nosotros por el paisaje y bajaba paulatinamente la temperatura. Ya en Gérgal, a los pies de los Filabres, se veían gorras, bufandas y alguna pelliza.

El tren paraba en todas las estaciones, sin perdonar una; pero, en algunas de ellas más importantes, se quedaba a echar la siesta. Los más veteranos ya lo sabían y se atrevían a bajar del convoy a estirar las piernas; eso sí, sin alejarse. De todas formas, el lentísimo arranque del tren, después de una parada, permitía subirse en marcha, sin demasiado esfuerzo.

Yo voy mirando por la ventanilla el árido paisaje de la zona, conforme atravesamos los Filabres: matorral, algunos almendros, algunos olivos y manchas verdes en las montañas de los pinares que aún quedan. No lejos de la vía, se ven algunas casuchas medio derrengadas, con cercas para el ganado, y también algún hato de ovejas indiferentes, sólo atentas a su pasto, mientras el pastor, con su zurrón colgado en bandolera, se nos queda mirando. La vida de estos hombres es realmente dura. Le decimos adiós con la mano, a lo que él corresponde mecánicamente, sin entusiasmo.

jmferc43@gmail.com

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