De capa caída

Por Jesús Ferrer Criado.

Lo de las redes sociales (el anonimato en la opinión o, peor, en el insulto), la enorme importancia actual de factores antaño secundarios (deportes, cantantes, tecnología…) ya son un cambio grande. Pero las modas y modos (piercings, tatuajes, maquillajes macabros…), la desvergüenza en farolear de ciertas perversiones, la falta de patriotismo, la irresponsabilidad generalizada, la extensión del consumo de drogas, la crueldad gratuita contra los sin techo, la violencia de pareja, la falta de respeto hacia las instituciones troncales de nuestra sociedad (familia, iglesia, monarquía, parlamento…), la corrupción de algunos políticos y empresarios, la tendencia desintegradora de nuestra nación, la demagogia rampante de algunos líderes y, además, la estupidez de una parte del pueblo que parece transigir con todo, ensimismado en los whasapps de sus móviles, son mucho más graves y me llevan a reflexionar sobre la situación de mi generación, la que nació más o menos durante la segunda guerra mundial.

Nos quedan “tres pelados”, como se decía en la mili, para proclamar la casi inminencia del licenciamiento que, en nuestro caso, es el adiós definitivo. Nos quedan “tres pelados” que es un tiempo corto, pero va a ser un tiempo triste.

Viene pisándonos los talones, y en muchos casos la cabeza, una generación de jóvenes que no contentos con ser los mejor criados, mimados incluso, de toda nuestra historia se proponen borrar del mapa nuestras ideas y nuestros valores. La mayoría de ellos no estarían aquí si, como ellos ahora, hubiéramos preferido un coche nuevo a un hijo. Están aquí porque millones de padres desquitamos de nuestras necesidades (alimentos, descanso, libertad…) la cuota necesaria para criar nuevos hijos, a los que querer y sacar adelante, como el mejor premio a nuestra propia vida, como la bendición celestial a nuestra vida de pareja. La miopía de esta generación moderna no les permite ver que lo que ahorrarán con sus hijos no nacidos lo tendrán que gastar en criar a los de otras etnias más fecundas y menos egoístas, pero potencialmente problemáticas para la sociedad española tal como la entendemos ahora y eso no me parece buen negocio a tenor de lo que vemos en la Europa de más arriba.

La prosperidad de una sociedad necesita, si no la homogeneidad de valores y de objetivos, sí, por lo menos, la aceptación general de unas normas que permitan el juego democrático limpio sin que nadie pretenda romper la baraja. Y esto no sólo en el fondo sino en la forma, que tantas veces es reflejo exacto de aquél. Cuando las formas se relajan, el fondo se resiente también. Hay cosas en las que la campechanía está de más y sólo refleja la ordinariez del ejerciente, cuando no su chabacanería y su incultura.

Se habla de líneas rojas en política, definiendo así asuntos intocables e indiscutibles, pero hace mucho tiempo que en lo social y en lo familiar se han traspasado límites que parecían sagrados no hace tantos años. Parecían sagrados para los de nuestra generación. Y tienen que ver con el respeto, con la dignidad, con la urbanidad, con los buenos modales y con la educación. Por ejemplo, el tuteo actual entre personas sin amistad ni parentesco no significa, a mi entender, ni espontaneidad, ni afecto, ni confianza. Mi impresión es que algunos de estos jóvenes te toman por un amiguete cualquiera de la panda, aunque podrías ser su abuelo. En alguna ocasión, ante un inesperado dime, he tenido que responder: «¿Nos conocemos?».

A veces esa falta de respeto te deja con la boca abierta. En un bar, un tipo joven pregunta a su esposa:

—¿Y tú qué vas a tomar, “shosho?

Me llamó la atención que ella respondiera tranquilamente, aceptando la grosería. Estaría acostumbrada.

Lo de plantarse en camisa en una audiencia con el Rey, como si fueran amiguetes, o el circo de Podemos en el congreso ‑faltó la cabra‑, va en la misma línea. Aquella chulería de taberna del señor Sánchez:

—¿Qué parte del NO, no ha entendido, Sr. Rajoy? —fue para partirse, teniendo en cuenta que el gracioso pretendía ser Presidente del Gobierno—.

Ahora sale lo de romper o quemar la foto del Rey. Eso es una ofensa al Monarca, pero también a todos los que lo tenemos por soberano. O, por lo menos, a los de mi generación. ¿Qué será lo siguiente?

Este artículo no va remediar nada. Es simplemente mi derecho al pataleo, sabiendo que esto ya no tiene remedio, porque el respeto y la dignidad, en este país, van de capa caída.

Probablemente, esta riada de vulgaridad es un subproducto de la democracia, entendida como “aquí todo está permitido”. En lo que a mí respecta, admito y quiero que, ante la ley, todos seamos iguales, pero aceptando también que en todo lo demás, por suerte, unos somos más iguales que otros.

jmferc43@gmail.com

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