“Los dientes del diablo”

Por Fernando Sánchez Resa.

Y llegó el esperado jueves (30 de octubre de 2014) para traernos la última película del ciclo de Nicholas Ray: Los dientes del diablo, cuyo título original es The savage innocents (Los salvajes inocentes, 1960).

En la sala de proyecciones del Hospital de Santiago, nos congregamos los cinéfilos de siempre para que nuestros expertos cinematográficos (Andrés y Juan) nos anunciasen un nuevo ciclo de Roberto Rossellini, adelantándonos los títulos que visionar en el próximo mes de los santos: El General de la Robere; El Hombre de la Cruz; Roma, ciudad abierta; y Alemania, año cero; aunque el público femenino (que siempre es mayoritario) volvió a pedir películas más románticas (y con final feliz), para el mes de diciembre.

Andrés dio las explicaciones pertinentes sobre este film, tan redondo, destacando la perfecta actuación interpretativa de Anthony Quinn y del policía que va a detenerlo: Peter O’Toole; así como la que será su esposa, Yoko Tani, argumentando que iba a ser (por momentos) una película documental sobre el Polo Norte, teniendo la excusa perfecta, el director y escritor del guión (Nicholas Ray), para mostrar su más íntima añoranza: vivir en soledad, sin que la sociedad y el hombre blanco contaminen a estos esquimales que viven aislados del resto del mundo, disfrutando de sus costumbres y de su vida en libertad, siempre en lucha con el duro medio en el que se desenvuelven; sin ser contaminados por los avances del hombre blanco, que enturbia su segura sociedad…

La película duró poco más de cien minutos (110), teniendo más caché que una de aventuras, pues muestra la visión del mundo, su desazón y su forma de pensar de Nicholas Ray, mediante un discurso coherente y recurrente, hablándonos de tantas cosas: la esperanza, la compasión, la libertad, el perdón, la vida, la civilización, la soledad, la alegría, la muerte, las dificultades, la inocencia, la brutalidad… Es una obra maestra rodada en campo abierto, en tierras de Alaska, Groenlandia y, especialmente, en el norte de Canadá, que se entremezcla con escenas realizadas en los Estudios Pinewood, mostrando un gran contraste que el encanto natural supera con creces.

La historia que nos cuenta es bonita, sencilla y tierna. Cómo Inuk (Anthony Quinn), un esquimal, lucha contra la naturaleza por sobrevivir diariamente, buscando a su vez una compañera con la que reír (en su argot: casarse o compartir su vida); que, tras diversas peripecias, será Asiak (Yoko Tani), una de las hijas de la anciana Powtee (Marie Yang). Ella pondrá el lado femenino esquimal en la relación y en la película, limando la rudeza física y mental de su marido. Luego, llegará el hombre blanco para introducir una nueva manera de cazar, más rápida y contundente, por mediación de las armas de fuego; y así quedará el protagonista hipotecado, con la justicia del hombre blanco; hasta que todo termine como el espectador espera. Tiene toques destacables: como cuando los huéspedes rechazan compartir calor con su querida Asiak, por lo que Inuk se traumatiza, puesto que rechazan el adulterio consentido que es ley sagrada de su pueblo; también se producen (alrededor de este tema) momentos muy divertidos durante toda la película. Y una curiosidad: Yoko Tani sale desnuda; algo nada habitual en 1960.

Todos recibimos una buena lección de antropología cinematográfica que ha resistido bastante bien el paso de los años, puesto que muestra ‑tanto en sus fotogramas como en los diálogos de sus personajes y en sus comportamientos‑ mucha pedagogía positiva y natural, que deja traslucir el tema de la integración, sin caer excesivamente en el mito del buen salvaje; y plantea, al espectador, una reflexión sobre el ser humano y “el progreso”; también lo adentra en el mundo desconocido de los Inuits (‘El hombre’) ‑para nosotros, esquimales‑ (despectivamente, ‘Los que comen carne cruda’), siendo personas tan nobles que anteponen el bienestar del prójimo al propio y que no saben mentir…

Las importantes ideas del hombre blanco como “el comercio”, “la ley” y “la religión”, parecen efímeras y casi ridículas en un paraje tan incivilizado y hostil como el Ártico; pero nos permiten recordar la importancia del respeto y la tolerancia de estos opuestos estilos de vida que, si no se pueden compartir, al menos se deben tolerar.

La música es de Francesco Lavagnino (AKA Angelo Francesco Lavagnino) y la fotografía de Aldo Tonti & Peter Hennessey, propias de la década de los sesenta del siglo pasado. Aunque ahora vemos documentales, por YouTube o televisión, mucho más completos y nítidos que los que la película nos presenta, yo creo que lo más importante es la historia que nos muestra y cómo nos la cuenta, mediante un decorado natural o inventado y una voz en off, acorde con la época en que se hizo. Es una coproducción italo‑franco‑inglesa.

Nos encantó a todos. Salimos con buen sabor de boca, habiendo sido advertidos de los peligros que tiene el continente ártico (y, por extensión, cualquier otra ignota o inexplorada región terrestre); pero mostrando, de modo fehaciente, que el adelanto que la civilización occidental conlleva también, en sus alforjas, bastantes aspectos negativos: destrucción de medio ambiente, eliminación de costumbres e idiomas ancestrales, desequilibrio morboso de su filosofía vital, etc.

La ovación final sirvió para premiar la proyección de esta última película de este ciclo, que quedó grabada en nuestra frágil memoria, completando así el póquer de ases (filmes) que nos había regalado nuestro Cineclub “El Ambigú”, durante aquel mes de octubre…

Úbeda, 28 de abril de 2016.

fernandosanchezresa@hotmail.com

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