Por Mariano Valcárcel González.
La derecha es multiforme y variada. La derecha no obstante ostenta varias características comunes, que es su anclaje, su conservadurismo, su más o menos explícito nacionalismo y, sobre todo, que adopta (generalmente sintetizado en tres palabras como consigna) un sencillo programa doctrinario de cara a la captación y fidelización incondicional de sus seguidores al grupo y, en especial, al líder. Por eso también la derecha, por necesario orden de funcionamiento y por supervivencia, necesita encarnarse en un líder, líder que, en principio, es incuestionable e incuestionado.
Estos son distintivos de la derecha más clásica y cerrada. Pero, como indico, la derecha tiene un amplio espectro que va desde la llamada extrema (generalmente y con cierto error asimilada solo con los fascismos) a un centro‑derecha más sutil y ambiguo. Ni que decir tiene que los del extremo odian tanto o más que a sus opuestos a estos últimos; y que estos se arriman a aquellos del extremo por el mero interés de utilizarlos como arietes contra la izquierda revolucionaria. Así, la derecha más militante y agresiva serviría de tropa de combate a la más civilizada. Esto ha venido siendo así, experimentado históricamente con un resultado casi siempre igual: que la derecha pura y dura se ha merendado a la timorata.
La derecha siempre ha tenido, por fuerte aliado, al capital (y viceversa) en una simbiosis que, a veces, ha llegado a ser parasitaria. Igualmente, pasa con la vertiente religiosa, que llega en muchos casos a ser consustancial; derecha y religión se apoyan mutuamente y no se llega a entender la una sin la otra (al menos en España), con lo que deriva de carga dogmática y de beneficios. El tercer referente simbólico y práctico es el estamento militar y policial, instrumentos para afianzar el dominio sobre la totalidad (o asegurar la Patria o Nación, otro punto inalienable). Y si se une la cruz y la espada, miel sobre hojuelas.
No es nunca casual que se utilice la coletilla Ley y Orden como eje de la convivencia y se deje en un segundo plano la llamada al “estado de derecho”. En lo primero, se basaría la pulsión dictatorial y, en lo segundo, la opción democrática. Es, sin embargo, en este segundo aspecto, aparentemente más digerible, donde radica el gran peligro del trabajo dirigido hacia sus intereses, los de una concepción de la sociedad subordinada completamente a los esquemas derechistas.
Me explico: como la derecha cree más en sus derechos de casta y de clase que en los intereses y derechos de la generalidad (y menos todavía en los de la clase obrera), su labor irrenunciable e ininterrumpida, en cuanto se puede, es la de socavar estos. Trabajará, con denuedo, en demoler todo lo que estorbe. Para lograrlo democráticamente, la derecha utiliza sus mayorías en cuanto las alcanza, eliminando o derogando leyes, transformándolas o sacando otras para servicio solo de los intereses de quienes la sustentan o son sus beneficiarios netos, capital o empresariado o el estamento eclesiástico. En esta labor irrenunciable de zapa y de derribo, la derecha, aún tildándose de democrática, no se para en reparos.
El control de los medios institucionales para allanar el camino le es indispensable y en general cuenta con ello, pues gran parte de los integrantes de los estamentos que deberían garantizar, y aplicar, el libre ejercicio democrático son o provienen de los cuadros derechistas o simpatizantes más selectos. Por ello se prestan, en general, a la manipulación y alteración de las reglas y normas, simulando obrar dentro de la más estricta legalidad; de ahí que les interese presentarse como garantes del “estado de derecho”, dejando atrás la más dura apelación a la “ley y el orden”.
No nos engañemos; también a la derecha le interesa crear las “condiciones necesarias e imprescindibles” que pueden hacer valer sus principios. Hay ejemplos históricos más que evidentes que nos lo pueden hacer comprender, incluso cuando se va imponiendo la extrema derecha, que se apela a la aparición del hombre providencial que lograría acabar con el desorden, el caos y la vulneración de sus principios fundamentales (que en realidad constituyen su verdadera ley). En este estado de zozobra, inestabilidad y pánico, es cuando los extremos se tocan, al advertir cada facción que han llegado esas “condiciones necesarias” para el triunfo.
Cuando a la derecha le falla ese escaparate democrático, echa mano de su extremo, que siempre anda deseoso de acción. Entonces surgen banderas por doquier, uniformes, estructuras paramilitares y acciones de respuesta o provocación que pasan de la mera manifestación simbólica a la agresión pura y dura. Este caldo de cultivo, como escribía, termina por superar a la derecha más pusilánime o moderada, que en general queda arrastrada en el torrente de la fuerza dictada por el líder del momento.
La conquista de ese espacio político vital se constituye así en una cuestión necesaria para la derecha, que no se puede dejar pasar por alto. Si la izquierda pretende derribar el estado de derecho, la derecha se limita (y es mucho más eficaz) a cambiar ese estado de derecho desde dentro; o sea, ante la revolución, la involución.