La soledad del verso

Presentado por Manuel Almagro Chinchilla.

Hay personas de valía que no llegan a alcanzar la fama, no por falta de méritos de sus obras, sino por falta de divulgación de estas. Sostengo que ‑contradiciendo el viejo dicho popular de «El buen paño, en el arca se vende»‑, si no expones a la vista lo que haces, corres peligro de que “críe polilla”. En esta ocasión, Ramón Quesada hace una loa de un gran poeta, Luis Ordóñez Cortés, no suficientemente conocido, con quien tuve la suerte de intimar y compartir actividades comunes. Tiempos en los que yo era un activista del ecologismo, donde conocí a este mago del verso, al que calificamos como “ecologista poeta” o “poeta ecologista”, según la perspectiva desde la que fuese contemplado. Aunque, a fuer de ser desapasionado y prescindiendo de adscripciones interesadas, he de decir que era más de lo segundo que de lo primero. En cualquier caso, aquí tenemos la opinión de Ramón, que nos ayuda a encasillar a nuestro protagonista.

Por fin, el tiempo me ha dado permiso para leer detenidamente todos los versos que a mis manos habían llegado del poeta Luis Ordóñez Cortés, muerto en 1997, en la localidad de Villanueva del Arzobispo, su pueblo.

Recuerdo que, cuando leí “por encima” a este poeta en Cabalgando sobre mis pensamientos ‑su único libro publicado‑ y en otros poemas escritos a mano que él me ofrecía entusiasmado, ya le vi para mis adentros como un poeta de altos vuelos en ciernes, que llamaba a las puertas del Parnaso con pluma ágil, cerebro despejado y corazón sensible a la pasión literaria.

No era un simple ser vivo en la naturaleza. Fue un romántico sin remedio de indudable voluntad; un asceta, un soñador que, con sus versos, levantó a su campo con la rima exquisita y triste; hecha a su gusto y escrita a su estilo, como la concebía, consiguiendo así guiar su rumbo hacía allí donde el aplauso lo esperaba para ungirlo. El me buscó y me encontró; le aconsejé, y conmigo encontró la mano extendida a su amistad y a su aliento, que duró hasta que… hasta siempre, no puede ser de otra forma.

Luis Ordóñez sabía entretejer los sentimientos y los conceptos de la fuerza del hombre apasionado por la vida. Y los tejía con reflejos tan sólo suyos; con las preconcebidas reglas de la memoria en constante hálito. Todo en él, en el poeta y en el hombre, en su obra breve pero rica que deja, es frondosidad exuberante en la que se esconde su voluntad indomable por escribir. Su estilo es ‑lo será mientras nos quede uno solo de sus versos, no cabe duda alguna‑, personalísimo, genuino y minucioso, lógico en el poeta que apenas roza el suelo por temor a distraer a su musa, agua viva manada de su aurícula. Su esposa fue la musa, su inspiración y su pasión; y, cuando ella le faltó, su obra se hizo angustia fluida de sus ojos de escribir, de mirar y de… amar; en cualquier instante, porque sus versos ya fueron todos para ella, los depositaba con tristeza infinita sobre su sepultura, donde los leía con la atención sola de las flores y de los silencios.

No es posible olvidarte, mi bien amado
porque fuiste mi faro refulgente,
y seguirás tú siendo eternamente
mi luz, mi consuelo, mi diosa y mi hado…
Fuiste primer amor de mis albores,
la paz, la fe y mi luz cada día
y mujer por quien todo lo daría.

En cualquier bolsillo de su chaqueta, de su pantalón incluso, como algo imprescindible que se resista a abandonar los contactos del autor, un papel o una pequeña libreta donde, en la calle, en su trabajo o en la cervecería, Luis Ordóñez Cortés, ese poeta villanovense ilustre, escribía sus pensamientos, las ideas espontáneas que luego trenzaba magistralmente para dar vida a su poemas, que nos recitaba en la calle. Creo, por tanto, que este poeta hubo de morir sintiendo a su esposa y degustando sus propios versos. Cantando y escribiéndole a la vida que se le iba hacia un lugar en el cielo, donde estaba esa musa, aquella que le dio hijos y gavillas de rimas que, frondosas y fluidas, agostaron el noveno día de enero de hace año y medio.

(07-09-1998)

almagromanuel@gmail.com

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