El ejercicio de la cortesía

Presentado por Manuel Almagro Chinchilla.

Bonita reflexión de Ramón Quesada, inspirado por la contemplación de un “espalda mojada”, expresión que Ramón, extrapolando los términos con los que los estadounidenses aplican a los mexicanos que se arriesgan a cruzar el río Grande, designa a quienes atraviesan nuestro Estrecho. Casi veinte años hace que escribió este artículo, cuyo relato era todo un pronóstico de lo que se va cumpliendo inexorablemente.

Me ocurrió cuando vivía en Jaén y apenas los “espaldas mojadas” habían comenzado a desembarcar en nuestras costas y a morir en el mar.

Llamaron con los nudillos en la puerta de mi piso varias veces, como si la persona que lo hiciese tuviese prisa o necesidad imperiosa de algo. Miré por la mirilla y sólo acerté a ver una camisa de colores, abierta, mostrando el pecho cubierto de vellosidad, y una cadena de plata y un crucifijo. Abierta la puerta, vi a un hombre joven, como de dos metros y unas manos grandes y dentadura blanca como la leche.

—Tengo hambre —me dijo así, de súbito—.

Sin preguntarle, porque aún no había salido de mi asombro, contó que era nigeriano y le hice pasar. Entró y se sentó en mi mesa, con todos nosotros. Era de piel tan negra como la noche; indigente. Comió hasta hartarse. Mi esposa le sirvió un plato de sopa de crema de espárragos, un par de lenguados a la plancha, un huevo frito con ajos, dos vasos de vino, pan candeal… el que quiso, y dos naranjas, que abrió hábilmente con las manos. De todo lo que le apeteció. Pidió un cigarrillo, pero yo no fumo.

Cuando terminó, dejándose unos gajos de naranja, nos miró y nos estrechó las manos a todos. Apenas hablamos. Sólo mirarnos casi. Se levantó.

—Muchísimas gracias, mis amigos. Que Dios se lo pague.

—Ha sido un placer para nosotros. Vuelva siempre que quiera.

—Gracias otra vez; gracias, señor.

Se marchó bajando las escaleras y, desde arriba, escuché el chirrido de la puerta de la calle. Un golpe y eso fue todo.

Aquel hombre, pese a su miseria, había sido cortés. Y se apreciaban en él los principios de una cuna si no aristócrata, al menos distinguida. Los de una persona educada cuya vida probablemente había sido truncada por ignoradas circunstancias. No volví a verle y creo que nunca podré olvidar sus maneras, su cadena de plata con la cruz y sus dientes blancos acentuados tras los labios carnosos, rojos sobre la piel morena.

Durante bastantes años he intentado emborronar unos folios con este suceso que marcó en mí ese sur humano atormentado. Pero ha sido ahora, cuando ya no me puedo resistir a las barbaridades que se están cometiendo con estas criaturas, el momento en que, con tristeza, a ello dedico unos minutos. Y es que el mundo, las personas ‑con excepciones, diría, microscópicas‑, estamos diciendo adiós a la ética más fundamental de la urbanidad; que, por supuesto, tampoco se enseña en las aulas. La cortesía, que en mi amigo el nigeriano se mostró perfecta y admirable, en nuestra raza se presenta esquiva, difícil y no contribuye ya casi nada al desarrollo social. Es el llamado «lujo de la propia conciencia», que diría el físico Max Born; esto que se nos está yendo de la mano. Y, en este plan, no tardarán en llegar los tiempos de la vileza humana que ya se palpa en grandes sectores donde, según el biógrafo Juan Pasquau, «hay un paro de conciencia espantoso».

Países del mundo que conocemos y que hasta nos hacen sufrir, que han perdido la cortesía que debe existir entre los pueblos; el respeto mutuo que, de las naciones, ha desaparecido por intereses y por ansias de poder y dominio; se ven abocados el exterminio de sus leyes, de sus costumbres y tradiciones, y de su historia labrada durante siglos, por el poder destructivo de las armas, que siembran la desgracia, la corrupción de los sentimientos imprescindibles, en los que hombres. Y ‑sin lugar a dudas y después de todo‑ la muerte, sobre los espantos de la muerte y de la vejación. «Me duele la materia que me escombra», escribe la poetisa Trina Mercader, citando la situación materialista del ser que circunda y al que tiene por irrazonable, injusto y sobornable.

El género humano que ha perdido la cortesía ‑pienso con san Agustín‑, tiene hambre, desea imperiosamente alimentarse de los principios que ya no tiene y que le han infamado hasta el extremo de romper su armonía como persona y como ente predestinado a los cielos de la bondad, la reconciliación y la paz; donde la esencia se sacia de amor, que es viático de perdones y avenencias. Es precisa, pues, la intimidad con lo eterno y esto sólo se encuentra sobre el cosmos.

(26-03-1996)

almagromanuel@gmail.com

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