“Barcos de papel” – Capítulo 15 d

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

4.- En la Modelo de Barcelona.

La escuchaba con atención, pero sin intervenir en el relato. Luego empezó a contarme la última visita que había hecho a la Modelo con los padres de Jordi. De cuando en cuando, cerraba los ojos y permanecía unos instantes en silencio. Traté de cambiar de conversación, pero cogió mi mano y me dijo que lo más terrible venía ahora.

—Tuve la sensación de que nos esperaba. Nos recibió el director del centro, nos condujo a su oficina con inusual amabilidad y, una vez allí, nos leyó un informe en el que se acusaba a Jordi de un grave delito de subversión.

—Pero eso no puede ser —interrumpí, mientras encendía otro cigarrillo—. ¿Por asistir a una asamblea de facultad?

—Parece que, después de interrogarle —continuó Roser—, los policías registraron la casa de sus abuelos en Vallvidrera, y encontraron una vieja máquina ciclostil y un montón de octavillas sobre la opresión de los pueblos con textos de Juan XXIII. En más de una ocasión, Reyzábal nos acompañó a aquella casa y colaboró con nosotros a la hora de seleccionar los textos.

Me pareció que Roser estaba a punto de derrumbarse; le cogí la mano y le dije que bajara la voz para que no la oyeran nuestros vecinos. Miró al reloj y me dijo que ya era tarde y teníamos que marcharnos. Pedí la cuenta y salimos a la calle. Tenía la sensación de que pasábamos inadvertidos para la multitud de gente que en aquella hora circulaba por la acera de la calle Pelayo: la señora entrada en carnes que caminaba deprisa secándose el sudor de la frente, los jóvenes alborotadores de los que nos tuvimos que apartar, el señor delgado y macilento con pinta de boticario acompañado de su esposa… En las grandes ciudades, el ajetreo de la vida urbana transmite desgarradores sentimientos de soledad. Y aquí fue donde me contó lo más conmovedor.

—¿Sabes lo que dicen? Que cuando lo trasladaban desde la celda al comedor, un funcionario le quitó las esposas y, al verse libre, saltó al patio desde la galería.

Me quedé de una pieza. Había leído la “Pacem in terris” y me costaba entender cómo, en un país cuyos gobernantes presumían de católicos fervientes y seguidores de la doctrina de la Iglesia, se podían aplicar las leyes de forma tan caprichosa. Hasta entonces, siempre había creído en la imparcialidad de la justicia.

Se han contado historias terribles de la represión en aquella época y, probablemente, todas o casi todas son verdad. La policía franquista cometió todos los abusos que se le atribuyen y quizás más. Yo lo viví de cerca. Les aseguro que ahora, mientras escribo estas líneas, me estremezco más que aquella tarde, cuando Roser me lo contaba. Al llegar a este punto, la vi sin fuerzas y le pedí que no continuara.

—Déjame, por favor. Necesito desahogarme.

No pude impedirlo. Mientras caminábamos pegados a la pared, para protegernos del gentío que circulaba en dirección contraria, terminó de contármelo.

—Al oír sus palabras, la madre de Jordi se cayó al suelo, muerta de dolor. La pobre se arrastraba dando unos gritos que partían el alma: «¡Hijo mío! ¡Hijo mío!». Vino el médico, se quedó mirándonos y, tras unos instantes de duda, nos dijo que comprendiéramos que su interés, como el nuestro, era salvar a Jordi.

—Pero podremos verle, ¿verdad? —preguntó el padre consternado—.

—Lo siento, señor; ahora está descansando y no me parece conveniente. Tengan en cuenta que, en mi opinión, no se trata de un intento de fuga —aclaró el médico—. A mi juicio, la cosa es mucho más grave: yo creo que ha sido un intento de suicidio.

Algunos que pasaban cerca de nosotros se fijaban en Roser y, al ver su expresión de tristeza, me miraban con cara de desprecio. Mientras tanto, ella seguía empeñada en llegar al final de los hechos.

—La madre, con los ojos llenos de lágrimas, cogió al médico de la mano, suplicando que la dejara hablar con su hijo. Fue inútil. Nos prometió que pronto lo veríamos sano y salvo, pero yo no me fío. Créeme Alberto; Jordi no es capaz de suicidarse; pienso que lo arrojaron desde la galería para arrancarle alguna confesión.

Habíamos llegado a la plaza de la Universidad y nos dirigimos a la parada del autobús, al principio de la calle Aribau. De pronto, me miró fijamente, con los ojos muy abiertos, como si despertara de un mal sueño.

—¿Qué te pasa? ¿En qué estás pensando?

—Pensaba en la tarde que nos encontramos a Reyzábal cerca de aquí. ¿Recuerdas? Fue el mismo día que liberaron a Granados. Tú me dijiste que tuviera cuidado con él, porque intentaba sonsacarnos. Desde entonces, le he estado dando muchas vueltas y me he preguntado quién le habló a la policía de la existencia de la casa de Vallvidrera y de la “vietnamita”. Sólo pudo ser Jordi, que no soportó el interrogatorio de la policía; o Reyzábal, que es un soplón.

—Yo lo tengo muy claro. Reyzábal, sin duda.

—Alberto, estoy muy preocupada. Los padres de Jordi me han pedido que les acompañe la próxima semana a la Modelo y que venga también algún amigo suyo, a ver si conseguimos que nos permitan verlo. ¿Qué te parece? Hasta que el juicio se celebre, tienen un permiso especial para visitarlo dos veces al mes. Pensé llamar a Granados, pero no quiero comprometerlo; y de Reyzábal no me fío. ¿Por qué no vienes tú? Eres el único que está limpio.

roan82@gmail.com

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