Por Dionisio Rodríguez Mejías.
6.- Sé lo que significa la falta de libertad, y he padecido el dolor del abandono.
Tanto me sorprendió la iniciativa que, como siempre, no supe qué contestar. Me imaginaba haciendo cola en la puerta de la Modelo junto a Roser y un matrimonio al que no conocía, mezclado con los familiares de otros presos, y eso no me gustaba; pero al ver que estaba a punto de llorar, no pude negarme.
—Yo haré lo que tú me pidas.
—Piensa que no será agradable. Habrá gritos, lágrimas, reproches. Sé que sus padres no aprueban nuestra conducta.
—He dicho que, si quieres, te acompañaré.
—Piénsalo. Sé sincero, y no lo hagas por compromiso.
Debería haberme negado, pero siempre me pasa igual: me cuentan un problema echándole un poco de emoción al asunto, y me transformo en caballero andante; me arde la sangre, reacciono sin pensar la respuesta y, al poco rato, las dudas me torturan. Si acompañaba a Roser tendría que cargar con mi parte de responsabilidad en el asunto y bien claro nos habían dicho cómo las gastaban en Jefatura. Campillo era uno de aquellos policías para los que la sociedad se dividía en dos grupos: la gente de orden y la peligrosa. Él no vería lógico que entre la gente de orden hubiera personas peligrosas, ni entre las peligrosas gente de orden, como yo. Desde el día que fuera a la Modelo, a visitar a un preso político, me convertiría en sospechoso. Era evidente; si yo fuera policía, también sospecharía de todo el mundo. Estaba hecho un lío. Criticaba la facilidad de “El Colilla” para meterse en problemas, pero yo tampoco me quedaba atrás. El caso es que no estaba acostumbrado a que una chica me suplicara de aquella forma; y ya he dicho, en varias ocasiones, que me cuesta mucho trabajo decir que no. Sería por su tono de voz o quizás por su mirada; lo cierto es que no dudé en responder:
—Tienes mi palabra.
Fue un error, lo reconozco. No puedo resistirme a mi afán de quedar bien con todo el mundo. Aunque, bien pensado, Roser se lo merecía. Le estaba dando vueltas a la cabeza, cuando me cogió las manos y volvió a mirarme con infinita tristeza.
—¿Te imaginas? En un calabozo, por asistir a una asamblea universitaria.
Y, sin soltarme las manos, volvió a decir.
—Alberto, no sabes cómo te lo agradezco.
La miré a los ojos y le respondí con suficiencia:
—No te preocupes. Sé lo que significa la falta de libertad, y he padecido el dolor del abandono. A los seis años murió mi padre y a los siete me llevaron a un internado. Allí estuve diez años, como el tiempo de una condena.
Alargó sus manos y acarició las mías con suavidad. Al iniciar un leve gesto de gratitud, dos gruesas lágrimas cayeron de sus ojos. La miré de frente, con la naturalidad con que se mira a una persona que acaba de darte una muestra de afecto: la notaba distinta, pero no podía decir a qué se debía el cambio. Quizás fuera la tristeza por lo que me acababa de contar; o puede que se tratara de una de esas sensaciones, que sólo el corazón es capaz de interpretar.
Yo era tan idealista, tan ingenuo y soñador, que cualquier gesto afectuoso ‑como éste que acabo de contar‑, era suficiente para que me sintiera importante. Miró el reloj, me indicó con la mirada que habíamos llegado a la calle Ecuador y me besó como a un amigo. Rebosante de optimismo, seguí adelante hasta la siguiente parada, que me dejaba a unos minutos de la pensión.