Presentado por Manuel Almagro Chinchilla.
No me figuro a nuestro articulista, Ramón Quesada, recibiendo, absorto, la soflama que le administra su dilecto amigo Hipólito, “El Barbero”, más conocido entre los lectores de Ramón como “Maese Gumer”, seudónimo con el que lo ha popularizado. Y no lo veo embelesado, porque Ramón no se dejaba subyugar por la oratoria de contertulio alguno, a no ser que el tema de debate le despertara cualquier curiosidad, a veces bastante trivial. Más bien, pienso yo, que el ensimismamiento mostrado hacia “Maese Gumer”, según se desprende en este artículo, se debía más a los efectos de los vapores etílicos que produce un buen vaso de vino del país, aunque fuera acompañado de un simple trozo de bacalao.
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A cualquier hora de mis sueños ‑prosigue más grave que un togado mi amigo Hipólito, “El barbero”‑, tengo no obstante un respiro de sosiego, de inculpabilidad al despertarme, o entremedias de ellos cuando pienso que estos son una “propia función psíquica”, una mentira en toda la extensión de la palabra. Y es curioso… ‑continúa el fígaro‑. Este fenómeno que surge de un rincón de la mente, por lo menos en mí se presenta en algo condicionado a algo que pensé, leí o hice durante el día. Una liberación del espíritu del poder de la naturaleza exterior; o algo así como un desligamiento del alma de las cadenas de la materia. También nacen de mi estado anímico, apetecibles, dulces, a veces de sexo (¿de sexo con más de setenta años?; la verdad que me admira), otras de asco, en ocasiones de dolor; «manifestaciones de las fuerzas de la fantasía onírica» según Schermer, Freud, Volket… (¿Dónde habrá leído esto Hipólito?).
Para mi gran asombro ‑persevera‑ descubrí una noche que no todos mis sueños son secuencias vividas, sino también conclusiones de sucesos ni siquiera concebidos ni pensados. Por medio de estos, emulando al médium, presentí la mayoría de las veces sucesos que iban a ocurrir y… ocurrieron.
En uno de estos devaneos de mi cerebro –insta, al mismo tiempo que me ofrece un trocito de bacalao y me llena la copa‑, una madrugada “vi” a varias personas juntas, de pie, alrededor de una mesa de algodón sostenida del techo por medio de un cordón umbilical que salía del hipogastrio de una mujer asida con su feas garras al techo de recamados arabescos, representando cabezas de niños ensartadas unas con otras con unos jirones verdes, arrancados de batas de quirófano. Conté hasta cinco cabecitas pequeñas como naranjas sanguinas, llorando imperceptiblemente, unas y otras lamiéndose los dedos con ansiedad. Cuando al otro día compré la prensa diaria, leí en primera plana, con titulares visibles y sorprendentes, que una madre joven ‑no recuerdo ahora dónde‑ había alumbrado de una sola vez cinco criaturas ante la presencia de su esposo, vestido de verde como los cirujanos, mientras el sol del exterior ‑dicen que dijo la ATS‑ languidecía oculto tras las nubes blancas del otoño. Y claro, relacioné la mesa de mi sueño con la que estaba cubierta de paños albos, del quirófano donde, en provocado desmayo, la mujer yacía jadeante, calmándose del esfuerzo del parto. Y comprendí todo lo demás, sacando en consecuencia que había intuido el presente inmediato de una pareja que necesitaba la paternidad.
Mientras te explico esto ‑me dice “maese Gumer”‑ he recordado que un cliente de mi padre ‑El Castelar de La Loma (Eugenio Madrid Ruiz), santistebeño de cuna y ebdetense por ejercicio de la profesión, aficiones literarias y por defunción‑ fue muy dado también a escribir sobre sus extraños sueños. Y recuerdo que leí en La Opinión de 1986 que guardaba el autor de mis días una exposición de las fantasías soñadas por este hombre de pluma y toga que, a todas reunidas, bautizaba con un título de no sé qué del año dos mil.
Comenzaba diciendo que «es el sueño la mejor de las vidas cuando, suelta, la loca de la casa divaga y revolotea por los campos de la fantasía». Y como he dicho, seguía con un relato de aquello que había visto en sus sueños, precisando que vivía en la Mágina del novelista Antonio Muñoz Molina y que las calles estaban entarugadas, los pozos habían sido suprimidos, en las esquinas aparecían anuncios de corridas de toros y que los billetes estaban en poder de revendedores, que cobraban un mil por ciento en la reventa; que la prensa rayaba a la mayor altura y tenía gran poder, y que el alumbrado eléctrico iluminaba toda la población y que por ello no había tantos chatos, pues el exceso de luz hacía muy difícil que nadie pudiera romperse las narices. Y terminaba diciendo que, con la placidez de estos sueños, se había caído de la cama, y que, para su sorpresa, resulta que vivía en Villacarrillo.
Hipólito me mira interrogante, sorbe un casi nada de vino, insiste en que beba yo también y reanuda su parrafada. Dicho lo del ilustre santistebeño ‑comienza‑, pienso que a todos los tiempos podemos llamarlos precientíficos; y que, por tanto, la explicación de los sueños que van más allá de nuestras fechas no es cosa corriente, en mi modesta opinión. Y es más, ignoramos el futuro y nuestros “hechos” soñados, con frecuencia nos asombran. Y, por si es poco, los llamados “hombres serios” de Lamennais se ríen de la interpretación que los genios hacen de los sueños para comprender el alma humana, y dicen que «son vana espuma», ostracismo reaccionario, porque todo está descubierto. No obstante, el arte, la literatura, la religión, la familia, el mismo individuo son «resistencias sociales» a tan lamentable juicio. Y termino.
—¿Qué te ha parecido? —me pregunta—.
—¿Que qué me ha parecido? “Maese Gumer” me ha dejado absorto. Creo que, después de tantos años, ha sido hoy cuando he comprendido ciertamente al hombre que, si bien sin saber expresarse, es abundante fuente de experiencias soñadas o no. Y voy a explorar en su memoria al máximo, lo prometo.
(18-05-1993)