Que, llegado al último cuarto de junio, se presenta un grave problema todos los veranos a las familias con hijos, es de una realidad innegable. Ya saben la tremenda pregunta: «Y ahora, ¿qué hacemos con los niños…?».
Se movilizan los recursos disponibles, véanse abuelos principalmente, para dar respuesta. La respuesta básica, por borde, sería: «Ahora te los comes con patatas». Mas no es de mucha corrección política.
Yo no sé si en mis años infantiles mis padres se hacían la misma interrogante, que tal vez no, porque verano, invierno, primavera u otoño les eran casi siempre igual; solo que, en verano, permanecíamos más en casa, un suponer; que casi toda la jornada la empleábamos en acarrear agua de la fuente pública que manase (alguna con su hilillo menguante y una cola creciente) o en jugar en las calles. Pero es obvio que, de alguna forma, también les alcanzaba el problema.
Hoy tal vez sea peor. Es que no se aguanta a los niños en casa; ahí, todo el día, requiriendo atención, pidiendo cosas, en el salón, en el baño, por el pasillo, en el dormitorio, entrando, saliendo, gritando, llorando… Desde la amanecida, porque esa es otra, estos “judíos” se levantan cada vez más temprano (ahora, precisamente, que no tienen clase).
Si lo de arriba no se produce es, principalmente, porque los padres no los ven; que el trabajo no perdona y ahora menos; que hay que seguir yéndose al mismo y volver cuando se vuelva. Los dos progenitores o el que se queda al cargo, si ya no hay pareja. ¿Qué hacemos con los nenes…? No clases, no comedor, nada… Y las criaturas ahí, que no las podemos abandonar como hacemos con el perro (¿no?). Encima, en otros años anteriores esos inventos educativos no dejaban ni el recurso de enviarlos a recuperaciones (clases particulares), porque ya no suspendían. Esta parte del problema nos la soluciona el Ministerio del ramo, tan sabios ellos, y así hasta rogaremos que les quede alguna asignatura pendiente que repasar; cosa que sí sucedía antaño y algunos maestros, licenciados y estudiantes hacían el agosto dando clases (metiéndose un dinerillo extra). Estos últimos hasta llegaban a pagarse la matrícula con el mismo (¿se ve cómo no hacían falta becas?).
Vale; clases siempre harán falta, sobre todo en la secundaria; pero es que los de secundaria ya no nos suponen tanto quebranto, que ellos ya se apañan. Y ahora con el whatsapp, pues ya me dirán. Un recurso sabido es el de los campamentos. El chico o chica, al campamento. Y los padres a disfrutar quince días solos… ¡qué lujo! ¿Quieren creerse que la primera vez que en mi casa se bebió vino de forma habitual en la mesa fue cuando se me mandó de campamento? También esto de las acampadas y campamentos ha dado un vuelco: nada de esas cutres tiendas de lona a dos aguas por las que entraba el viento por todos lados, amén de calarse la lluvia; nada de compartir los olorosos pinreles o sus calcetas y zapatillas; nada de tener que levantarse de forma abrupta y tempranera a base de cornetín, lavarse (o no) en gélidas aguas y hacer gimnasia, marchas, aprender himnos fascistas o rezar rosario diariamente y estar a base de chusco cuartelero… ¡Qué va! Ahora son otra cosa estos campamentos; por cierto, que a cualquier cosa se le llama campamento, que se juntan a unos chaveas en un recinto, con unos chicos haciendo de monitores y ya es campamento (bilingüe, como necesaria premisa). Si se va a algún lugar con tintes campestres, pues que sea una colonia como dios manda, con cabañas acondicionadas, tirolinas, piraguas o barquitos a vela, canchas de pádel y piscina olímpica u otros detalles que definan la cosa como una aventura de Coronel Tapioka. Pijo; vamos, pijo súper.
Las comidas a la carta y, si se notan que flaquean, el pitoste está servido sin dudar, que los chicos y chicas no van a padecer necesidad… Para eso ya están los campamentos del Sahara. ¡Cuántos melindres no les lloraban a sus papás en mis tiempos para que los rescataran del campamento! Si ahora lo intentan, pueden llevarse un chasco; que los papás se han planificado bien esos días y están en un spa refinándose el cutis y masajeándose a placer.
El recurso campamental es finito y corto. Así que otra vez a empezar… Volvemos a los planes A y B, o sea abuelos y clases; cierto es que existe también un plan C, que consiste en TV o juegos electrónicos por un tubo.
Si vivimos en urba con piscina, pues parte del tiempo lo tenemos bien solucionado: la piscina es un reclamo muy eficaz. La playa también es resultona, aunque según las edades. Con chicos y chicas en fase adolescente o juvenil hay poco gasto energético en vigilancias y atenciones personales, aunque se nos irán las noches en vela sin paliativos, cuando el entorno propicie los garitos de copas, orientados a ese público juvenil. Ya son cosas de la modernidad que no hay ni dios que las cambie, para nuestra desazón y calvario del presupuesto.
Regreso al pasado… Los abuelos. Ahora, ejerciendo de padres pero sin los años en que lo fueron, a veces sin ganas y las más sin la autoridad con que ejercieron sus obligaciones paternas, ¡cuánto no les echan en cara sus hijos que no la ejerzan para con sus nietos, como con ellos!
Si los planes ministeriales se concretan, no tardará en llegar el día en que esos largos meses de vacaciones de las que gozan los docentes (se contabilizan hasta tres meses, así y sin anestesia) sean menguados; y, utilizando en el tiempo restante esos recursos arriba aludidos, este grave problema se verá definitivamente resuelto.