“Barcos de papel” – Capítulo 03 d

4.- ¡Qué cosas tienen los niños de los jesuitas!

Amanecía cuando entramos en la provincia de Albacete. El tren aceleró la marcha, dejamos atrás el espléndido paisaje de la Sierra de Alcaraz, e irrumpimos en una extensa llanura de viñedos, trigales, y campos de maíz. Recordaba que, a aquella hora, las codornices abandonaban el cobijo de los maizales y correteaban entre los rastrojos y los pámpanos verdes. Aquel pensamiento me trajo a la memoria el recuerdo de las carreras que hacíamos para ocupar los primeros bancos de la iglesia y observar de cerca los muslos de la estanquera.

No se perdía una misa. Entraba por la puerta lateral, la que daba a la avenida de San Francisco Javier, y ocupaba un banco del final de la iglesia. Cuando llegaba el momento de ir a comulgar, avanzaba por el pasillo central con el busto altivo, moviendo las caderas lentamente. Teníamos prohibido volver la cabeza, pero el repiqueteo de los tacones sobre el mármol nos avisaba de su llegada. Nos la comíamos con los ojos. En la parte delantera de la iglesia, había dos reclinatorios tapizados de terciopelo rojo, para tomar de rodillas la comunión. Conteníamos la respiración cuando se cogía la parte baja de la falda con la punta de los dedos, para hincarse de rodillas, y dejaba al descubierto esa porción de pierna que va desde la rodilla a la parte más alta del muslo: la más blanca, la más redonda, la más pecaminosa. Aunque tenía edad para ser nuestra madre, nos llevaba de cabeza. Era la protagonista de nuestras fantasías eróticas. Decía “El Colilla” que era como Sofía Loren en “Capri”. Según él, la mejor película de la actriz.

—Desde el punto de vista artístico, supongo —precisaba “El Sultán”—.

—Mira, Torres, yo me refiero a que está más buena que el pan. ¿Tú te has fijado?

—No; yo no poseo tu exquisita sensibilidad.

Cuando “El Colilla” empezaba a hablar de asuntos tan delicados, “El Sultán” se alejaba del corrillo que le reía las gracias. Al muchacho le tiraba la cosa vocacional y no quería participar en aquellas conversaciones de las que después tendría que arrepentirse. El que no se perdía ripio era Olivares. A él se dirigía “El Colilla”, cuando entraba en detalles.

—Olivares, imagínate que el Prefecto me manda una mañana a llevarle un libro a la estanquera. ¿Vale?

Silencio riguroso y máxima expectación.

—Llamo el timbre, abre la puerta, y me la encuentro envuelta en una toalla, medio desnuda, con los pechos apretados y las bragas por el suelo. ¿Te la imaginas?

—Sigue, coño. No te pares ahora.

—Se me acerca descalza, andando con cuidado, sujetándose la toalla con una mano y me dice con descaro…

—Niño, ¿por qué me miras así?

—Porque está usted más buena que el pan, señora; y porque me tiene loco.

—¡Ay!, qué cosas tenéis los niños de los jesuitas —contesta juguetona—. Aunque tú ya no eres ningún niño. ¿Qué edad tienes?

—Dieciséis años, señora.

—No me llames señora. Me llamo Sole. ¿Tú me ves mayor?

—No señora; yo a usted la encuentro para perder la cabeza.

—¿De verdad? Ven aquí, deja el libro en la mesa y ayúdame a secarme. ¿Cómo te llamas?

—Emilio Soto, para servirla.

—¿Para servirme?

Al ver de la manera que me mira, mando la toalla a tomar por culo y me la como a besos. ¿Te la imaginas, Olivares? En pelota viva. O sea… ¡en cueros cabelludos!

—Sigue, joder. Déjate de gilipolleces.

Luego se echa sobre la cama, me quita los pantalones, mira lo que tiene que mirar, lo coge con la mano y dice sin soltarlo…

—¡Ay, Señor! Qué cosas tenéis los niños de los jesuitas. ¿Te gusta, niño?

—Sí, señora. Está usted buenísima. ¡Señor, qué piernas!

—Pues vamos hijo, vamos. No te quedes ahí.

¿Te lo imaginas, Olivares? ¡Toda la mañana, dale que te pego! Y, al volver al colegio, me encuentro al padre Prefecto en la explanada y me pregunta.

—¿Cómo está doña Soledad?

Finjo hacer memoria y le hablo del libro.

—¿Doña Soledad? ¡Ah!, sí; la señora del estanco. Dice que le queda muy agradecida por las atenciones que le dispensa su paternidad. O sea, por el libro.

Hay que reconocer que “El Colilla” era un monstruo de la narrativa. Olivares, en vez de tomar estas fantasías como lo que eran, producto de la imaginación calenturienta de “El Colilla”, se pasaba el día dándole vueltas a la historia hasta que terminaba en los lavabos para serenarse con una gloriosa masturbación. Pero lo bueno que tenía aquello era que, al día siguiente, te confesabas, cumplías la penitencia y te quedabas tranquilo y sosegado. Un poco paliducho, es verdad; pero nadie acabó ciego, ni tuberculoso, como aseguraba el viejo confesor. Pasábamos de estar con un pie a las puertas del infierno, a resplandecer como los ángeles. Aquello era un no parar. Parecíamos semáforos en constante funcionamiento: rojo, amarillo, verde…

 

roan82@gmail.com

Deja una respuesta