“Barcos de papel” – Capítulo 03 c

3.- Bella y hermosa como una flor.

Como la mayoría de los jóvenes de aquel tiempo, yo era un muchacho ambicioso, con una cultura elemental, y condenado a mantenerme virgen hasta la noche de bodas. Los curas y la sociedad se habían propuesto erradicar el sexo de nuestras vidas e intentaban corregir nuestras tendencias como se modela a los bonsáis: forzaban el desarrollo de algunas ramas de nuestra personalidad ‑la voluntad y la memoria‑, y sometían a una drástica poda los afectos y la sexualidad en un intento inútil de hacernos más limpios y más puros. Era como si pretendieran alterar nuestra naturaleza y suprimir nuestros instintos, sin tener en cuenta que aquel juego tan arriesgado nos podía acarrear en el futuro resultados monstruosos.

Nadie lo sabía, pero yo estaba enamorado en secreto de la hermana de Paco Cervera. Aquella niña era un regalo de vida. Llamaban la atención sus ojos, grandes y expresivos. Era como una porcelana preciosa y frágil. Se llamaba Marta, pero nosotros la llamábamos Audrey Hepburn. Tenía la dulzura y la belleza de una flor. Era morena, de un cutis muy pálido y blanco como el mármol. Su voz, su risa, sus gestos eran suaves y pausados. A pesar de ser tan bonita no parecía creída ni egoísta. Fue mi primer amor en aquel tiempo en que todos sabíamos que ser pobre era un obstáculo insalvable para salir con una chica de clase acomodada. Intentarlo resultaba jactancioso y ridículo. Me limitaba a mirarla a los ojos cuando nos cruzábamos con ella por calle Nueva, y hablar de libros, de los Beatles, y de futuro, cuando se acercaba a nuestro grupo a saludar a su hermano.

Era algo mayor que yo, y hasta entonces no había querido a nadie como a ella. La recuerdo con su faldita negra y una blusa de seda blanca y brillante, camino de misa, cogida del brazo de su madre. En sus ojos aprendí a leer la angustia de los amores imposibles. Yo la adoraba por su mirada tímida y solitaria, y su aspecto discreto, impropio de una muchacha de su edad. Vivía en un edificio antiguo de porte señorial, cerca del Ideal Cinema. Una tarde la acompañé a casa. Caminábamos muy juntos. La notaba inquieta y sus ojos reflejaban una infinita soledad. Poco antes de cruzar delante del quiosco de la plaza, le dije en voz muy baja:

—Eres la niña más bonita del mundo.

No me contestó. Seguimos caminando. Noté en sus ojos el brillo misterioso de las lágrimas. ¿Quién puede explicar la ternura infinita que despiertan las lágrimas de una mujer? Al llegar al portal nos miramos en silencio. Abrió la puerta y me tendió la mano. Me acerqué a ella, como si fuera a decirle un secreto al oído, y la besé en la mejilla suavemente. Me miró con sus enormes ojos y me dijo:

—¿Qué has hecho? ¿Y ahora, qué le digo yo a mi madre?

Al padre espiritual le preocupaba que los desengaños amorosos nos hicieran sufrir, que por su culpa sacáramos malas notas y que nos acabaran echando del colegio. Me gustaba escaparme para ir a verla a su oficina y a mirarme en sus ojos. Me dijo muchas cosas que prefiero callar por si estas letras llegaran hasta ella. No vaya a ser que las lea, se acuerde de mí y se ponga a llorar otra vez.

De cuando en cuando, el tren aceleraba la marcha y el insistente traqueteo se me metía en la cabeza. Los viajeros dormían hacinados unos junto a otros. A veces me sorprendía el estrépito de un “mercancías”, que pasaba en dirección contraria; duraba un instante y a continuación volvía el monótono ajetreo de la locomotora. Al llegar a las estaciones silbaba el tren, un anciano jefe de estación nos decía adiós desde el andén con su gorra de plato y una bandera en la mano. El tren seguía la marcha sin detenerse y pronto perdíamos de vista las mortecinas luces de la estación. Atrás quedaba una etapa de mi vida: mi madre, el colegio, mis amigos…No obstante, estaba muy contento: me esperaba mi amigo “El Colilla”, un buen puesto de trabajo, y lo más importante, la frenética vida de la gran ciudad; o sea, las chicas.

 

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