Desde que me he jubilado, suelo levantarme temprano con el fin de aspirar la tranquilidad y la paz que conllevan las primeras horas matutinas… Además de hacer ejercicio, aspiro el limpio ambiente del amanecer por “la ruta del colesterol” que yo mismo me marco…; por eso, tengo la suerte de asistir a una serie de espectáculos diarios que nos regala la propia naturaleza o nuestro entorno urbanita.
Escuchar las campanadas de la torre de El Salvador y el piar lindo y amoroso de los pajarillos que, ya antes de llegar el alba, andan regalando sus trinos al paseante que quiera escucharlos y disfrutarlos… La tibieza de la temperatura (en ciertos amaneceres), cuando oigo el canto del gallo (tan extraño ya de escuchar). El azucarado olor de las tahonas, trayéndome recuerdos de antaño… La ausencia del asiduo sonido mañanero de los cascos de las bestias en las empedradas calles, que se ha trocado en molestos ruidos de coches o tractores que circulan por el asfalto. Soñar (mirando) el mar de olivos que navega hacia nuestra ciudad…
Soy uno de los muchos paseantes ubetenses (o forasteros) que escogen (en diferentes horas del día) la “villa abajo” para aspirar y admirar todo cuanto me sale al paso. Por eso, me gusta llevar la cámara fotográfica y retener con ella lo más destacado que observo, para tener también en mi ordenador una surtida muestra del tesoro inagotable que nuestro campo y ciudad nos regalan gratuitamente.
Así es como paso a diario por el Huerto del Carmen. Un destacado lugar, junto a la Puerta del Losal y la muralla de San Millán, que recoge (en una alberca) el agua que mana de una galería subterránea que unía la ciudadela con extramuros; y que ofrece sus pintorescas murallas y jardines en terraza para solaz esparcimiento de cualquier visitante…
Allí he podido apreciar las múltiples especies vegetales que alberga; y que ahora, en la primavera, muchas de ellas exhalan un perfume especial. Tiene rincones en los que (por momentos) te hacen creer que estás en plena naturaleza… Pero, ¡ay!, que también he podido comprobar cómo han caído en manos de gamberros y gente incívica que lo usa: para su botellón particular (rompiendo sus cascos…); de almacenamiento de los excrementos de sus perros; para ejercer pintadas imbéciles en sus muros o puertas; para lanzar bolsas de basura a su piscina; o para romper algunas de sus cartelas (las que quedan, no sé cuánto durarán…), donde se muestran sucintamente las siete leyendas ubetenses más sobresalientes…
Es una pena que en el siglo XXI todavía tengamos que soportar este incivismo cerca de nuestra propia casa; y que no se solucione de una vez por todas…
Cuando voy y vengo por sus aledaños, siento tanta pena (y a veces miedo, pues no sabes con quién te puedes encontrar…) que la sincera alegría que me produjo su descubrimiento se va tornando en rabia y desasosiego; por lo que, a veces, lo esquivo bajándome por la calle que los rodea… Por eso me pregunto: ¿por qué el gamberrismo y el “todo vale” impera en este recinto (y en otros…) que debía ser privilegiado para íntimo sosiego de paisanos y turistas…?
Yo quiero seguir aspirando su silencio, su paz, su tranquilidad absoluta… (en cualquier soleada amanecida), mientras el alegre piar de los pajarillos anuncie la llegada de un nuevo, trepidante y esperanzado día primaveral…
Úbeda, 29 de abril de 2014.