“Barcos de papel” – Capítulo 02 e

5.- El rostro de los condenados

A “El Colilla” le hace mucha gracia que se lo recuerde. Al llegar la Cuaresma, hacíamos ejercicios espirituales. Decía el padre Velasco que eran necesarios para reforzar la fe, ordenar el pensamiento y orientar la conducta en la buena dirección. Pasábamos tres días sin hablar una palabra, comíamos algo mejor, meditábamos y dábamos gracias a Dios por habernos elegido entre tantos niños pobres para estudiar en aquel colegio tan prestigioso.En aquel tiempo, estudiar era un lujo reservado a los hijos de los ricos o una obra de caridad dispensada a los pobres, como una limosna: «Enseñar al que no sabe». El porcentaje de analfabetismo, en la provincia, superaba el cuarenta por ciento, aquellos años, tanto en niños como en adultos.

Dicen los psicólogos que lo que descubrimos por nosotros mismos lo aceptamos mejor que los principios que nos son impuestos. En eso se basaban las meditaciones. ¿Qué peligros nos pueden arrastrar al pecado, a la edad de siete años? ¿Qué demonios intentan empujarnos a la condenación eterna? ¿En qué consistía el castigo que aguardaba a los condenados? Según el padre, nuestros demonios eran la codicia, la envidia, la soberbia y la pereza. Y el justo castigo, que merecíamos por nuestros pecados, era el fuego eterno. Si al padre no se le hubiera ido la mano con una excesiva teatralidad, y si prescindimos del contenido religioso de las meditaciones, me parece que moderar la codicia, la envidia, la pereza y la soberbia es un objetivo fundamental en la educación de todos los niños. Pero «Ningún exceso es bueno, ningún poco bastante» ‑reza un proverbio japonés‑.

El horario es fácil de recordar: misa, desayuno, descanso, meditación, otro descanso, otra meditación… y así tres días, en silencio absoluto. El primer día estaba dedicado a revisar nuestra vida: «De dónde venimos y adónde vamos».

—La vida no examinada no vale la pena vivirla —decía el padre Velasco—. Dios observa hasta el más oculto de nuestros pensamientos y de cada deseo, palabra y obra, deberemos dar cuentas el día menos pensado.

Constantemente, repetía que teníamos que arrojar al demonio de nuestras almas y ordenar nuestras vidas. Recuerdo algunos de aquellos pensamientos: «El amor debe manifestarse con hechos más que con palabras»; «El éxito en la vida no se planifica, se desarrolla»; «Debemos prepararnos para poder aprovechar las oportunidades que la vida nos ofrecerá el día de mañana». Al terminar las meditaciones, salíamos al jardín, buscábamos un rincón tranquilo y leíamos, en solitario, vidas de santos y de mártires.

Yo creo que de aquellos días me viene esta afición que tengo por la lectura. Devoraba los cuadernillos sobre la vida de los primeros jesuitas, como si fueran novelas de aventuras. Me identificaba tanto con ellos, que vivía su vida más que la mía: les acompañaba por la cordillera del Himalaya y, con ellos, remontaba en canoa los saltos del Nilo. Admiraba su capacidad de trabajo y la fascinación que aquellos santos despertaban en los poderosos. Seducido por mis fantasías, me hice incondicional de san Ignacio de Loyola, que recorrió más de tres mil kilómetros, cuando la mayoría de la gente de su época pasaba su vida en el pueblo, en donde había nacido. Pidió limosna para poder comer, durmió a campo raso o escondido en las traseras de las cuadras y se dejó crecer el pelo y las uñas, para evitar el pecado de soberbia. Por fin, tras año y medio de viaje, llegó a Jerusalén y, a las tres semanas, lo deportaron de Tierra Santa. No obstante, en 1540 fundó la Compañía de Jesús; y, en poco más de una generación, fue la orden religiosa más influyente de todo el mundo.

A mí me encantaba la idea de ser santo y que, algún día, otros niños leyeran mis hazañas en cuadernillos con dibujos tan bonitos como aquellos; en cambio, las misiones no me gustaban. Yo quería ser santo, pero sin salir de la provincia de Jaén. Cuando nos contaron que san Francisco Javier recorrió miles de kilómetros para repartir entre los pobres todo lo que tenía, renuncié a la santidad y pensé que con salvarme del infierno tenía bastante. Porque, si la idea de la muerte era terrible, lo del infierno no era ninguna broma. ¡Condenados por toda una eternidad!

¿Sabéis cómo nos enseñaban a entender la eternidad? Nos decían que encendiéramos una cerilla y colocáramos el dedo sobre la llama, a ver cuántos segundos éramos capaces de resistir. ¿Uno? ¿Dos? ¿Tres? ¿Menos? Pues los penados arderían en el infierno sin consuelo, siempre… siempre… toda la eternidad. ¿Durante mil años? Más. ¿Cincuenta mil? Más. La infinidad era una idea que nuestra mente se negaba a comprender. En eso, consistía la desesperación de los condenados: que, por mucho tiempo que pasara, no existía para ellos el menor atisbo de esperanza.

Otra técnica, para captar nuestra atención y ayudarnos a reflexionar, consistía en lo que el padre llamaba «composición de lugar». Teníamos que cerrar los ojos e imaginar que estábamos en el infierno, entre las bestias demoníacas, y contemplando de cerca el rostro de los condenados, consumido por las llamas. Yo veía a mi abuela, flaca como una momia, con el pelo encendido, asomando la cabeza por encima de la caldera y gritando como siempre.

Aún mantengo vivas algunas lacras de aquel tiempo. La más clara es el miedo a morir. El miedo a la muerte estaba presente en todos nuestros actos, de la mañana a la noche. Durante la misa, el padre Velasco nos leía unos inquietantes versículos del Apocalipsis: «Oí una voz del cielo que me decía: ¡Escribe! Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor». También recuerdo el resto del pasaje con absoluta claridad: «Vi una nube blanca y, sobre la nube, al Hijo del hombre, que tenía en su cabeza una corona de oro y, en su mano, una hoz. Y otro ángel salió del templo y, clamando en voz alta, dijo al que estaba sobre la nube: “Coge tu hoz y siega, porque la mies de la tierra está madura y la hora de segar ha llegado”».

Desde entonces, no me ha abandonado el miedo a morir y la obsesión de que la muerte puede sorprenderme en el momento menos esperado. Algún tiempo después, seguía pidiendo perdón por mis pecados a diario: antes de ir a dormir, al iniciar un viaje, cuando me bañaba en el mar, al sentir un leve mareo o un simple dolor de cabeza. Ante cualquier acontecimiento inusual, me ponía en presencia de Dios y rezaba por la eterna salvación de mi alma. No me parece que fuera bueno vivir de aquella manera, pero era así. «Pensad en la muerte y no pecaréis», nos repetían constantemente.

El tercer día de ejercicios era el mejor. Después del vía crucis, después de profundizar en el menor detalle de la pasión de Jesús y convencidos de que podíamos acabar en el infierno por nuestras faltas, el padre Velasco nos contaba la parábola del hijo pródigo. ¡Qué bonita era aquella historia! Un muchacho, cantamañanas y manirroto, volvía arrepentido a casa de su padre, tras arruinar los mejores años de su vida y dilapidar la herencia familiar. En vez de castigarlo, el padre lo estrechaba entre sus brazos, lo perdonaba y organizaba una fiesta en su honor. A algunos, como Bautista y Torres, “El Sultán”, se les humedecían los ojos cuando escuchaban las palabras del padre. Arrepentidos de nuestros pecados y seguros del perdón de Dios, buscábamos la paz y la tranquilidad en la confesión.

Por la noche, el hermano Gutiérrez aparecía con una máquina de cine, la colocaba sobre una mesa del comedor, en mitad del pasillo; y, después de la cena, nos proyectaba una película piadosa. Así finalizaban los ejercicios. El último año nos echaron “Marcelino, pan y vino”. ¡Cómo me impresionó! Parecía que no hubiera niños en la sala. Yo creía que la historia había ocurrido en realidad; y, no hace mucho, leí que a una familia japonesa le ocurrió como a mí. Escribieron una carta de agradecimiento a la productora, porque, gracias a la película, se habían convertido al cristianismo.

 

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