Viejos en Navidad

Nunca como ahora, coincidiendo con el AÑO NUEVO, es tan evidente el paso del tiempo. Es palpable en la comparación que hacemos con la vieja foto enmarcada sobre un mueble del comedor, donde estábamos todavía todos. Todos, sin dolorosas “deserciones”. Y los que quedamos aquí mucho más jóvenes y guapos en la foto, cogiendo en brazos como bebé al tipo con bigote que este año nos soba cariñosamente la calva y por sus facciones nos recuerda vagamente al muchacho que fuimos. Por no hablar de la espléndida joven que, sentada ahora cenando junto a una señora mayor, es irreconocible en la graciosa chiquilla que en la foto no se desprende de un peluche color rosa.

La Navidad, el cambio de año es, además, época de nobles propósitos, de objetivos repetidamente propuestos y nunca conseguidos y de cuyo fracaso no escarmentamos jamás. Optimismo efímero que nos duró unas semanas a lo sumo, antes de convencernos de nuevo de la imposibilidad de nuestros sueños, de que el mundo acaba imponiendo su ley por encima de nuestra mermada fuerza de voluntad. Y así nos tiramos la vida, unos más que otros en verdad, aprendiendo inglés, dejando el tabaco, apuntándonos a un gimnasio o escribiendo nuestras memorias sin acabar de conseguirlo nunca. Lo de atravesar Rusia en el Transiberiano, dar la vuelta al mundo o comprarse un barquito también formaba parte del menú. Y nos exculpábamos incansablemente, repetidamente, descargando la culpa en las circunstancias, cuando no en la poca ayuda que recibimos de quien debería (?) apoyar nuestras utopías, pero egoístamente iba a lo suyo. Qué gente.

El paisaje descrito es la ley general que rige en lo que llamamos madurez, pero no nos engañemos: a los setenta la madurez ya ha pasado, pero no aceptamos la palabra viejo porque es casi un insulto. Sobre ella hay tanto pudor y casi tantos eufemismos como sobre los antiguos subnormales. Da que pensar esa similitud.

Pero tenemos una salida ante la humillación de esa palabra: aceptar gloriosamente la vejez como una supervivencia.

No sólo hemos navegado sin naufragar, hemos volado y aterrizado felizmente y hemos entrado y salido vivos de inquietantes quirófanos. Además nos hemos librado de multitud de guerras y hemos sobrevivido a incendios pavorosos, a terremotos, a tifones… sin más esfuerzo que haber estado lejos del terrible escenario. Hemos sobrevivido a todo, hasta ahora, casi sin despeinarnos. ¿Suerte? «Los postes también juegan», dicen los futboleros. Ya veremos adónde llegan los actuales jovenzuelos hartos de yogures y jamón de york.

Pero, algún mérito personal sí nos corresponde por haber sobrevivido a la famélica postguerra, a más de un desengaño, quizás a una traición, a los esteparios fríos de Úbeda, y a la disciplina del internado. Hemos sobrevivido a los cambios de modelo educativo, a los desconcertantes inventos que nos han cambiado la vida, a las insípidas canciones del verano, a la mili y a los sucesivos políticos que nos han gobernado. Hemos sobrevivido a la pérdida de nuestros padres, quizás de algún hermano, quizás de algún hijo. Y a una interminable lista de cambios no siempre deseados, no siempre buenos. Y estamos aquí aguantando el tipo con la sonrisa en la boca, felicitándonos unos a otros y criando nietos porque todavía estamos vivos, porque hemos sobrevivido a todo, hasta ahora. Porque hasta el momento, quitando algún susto, hemos sido inmortales.

Los viejos safistas que leáis esto levantad vuestra copa para agradecer a la vida la oportunidad de haber llegado hasta aquí y la felicidad de habernos conocido. Yo os acompaño en un abrazo múltiple para desearos paz: PAZ A LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD.

jmferc43@gmail.com

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