(EL GRECO)
Quizá no sea este cuadro el mejor exponente o la pintura más excelsa y conocida de Domenicos Teotocopoulos, “El Greco” (sobre todo si la comparamos con “El entierro del conde de Orgaz” o el “San Mauricio” o “El expolio”); pero, posiblemente, sí una de las más genuinas, de las más unidas a los sentimientos y emociones pictóricas del artista. No en vano fue, al parecer, el último cuadro (con el pie en el estribo, que diría Cervantes) en el que se emplearon sus pinceles: su legado pictórico e, incluso, filosófico y teológico. Fue terminado poco antes de su muerte (1614), y sus propias dimensiones (320 cm de alto por 180 de ancho) nos sugieren ya la verticalidad de sus figuras y de su composición, que ahora es más acusada.
Sus personajes son como llamas hacia el cielo; casi desposeídos de materia, se lanzan hacia arriba en una verticalidad que entronca con el gótico más atrevido: Burgos, Amiens, Colonia, Milán…, y que aparece más tarde en la Sagrada Familia de Gaudí (los estilos artísticos no son compartimentos estancos, sino manifestaciones vivas que se interrelacionan sin solución de continuidad; cada artista recibe la influencia de su entorno y de sus circunstancias históricas, pero también la que se deriva de su personalidad más íntima; ¿alguien podría negar las similitudes existentes entre “El Greco” y Gaudí?).
Llamado “El Greco”, debido a su lugar de nacimiento (Candía, en la isla de Creta), recibió una primera formación bizantina, que siempre influyó, en mayor o menor medida en su obra, pero fue en el taller de Tiziano donde aprendió la pintura al óleo, la utilización del color como elemento sustancial de la pintura, la perspectiva lineal y la profundidad en la composición. Y todo ello reforzado con la utilización del dibujo (figuras musculosas y estilizadas a la vez), aprendida a su paso por Florencia y Roma, donde reinaba el poderoso y deslumbrante Miguel Ángel. Tras su llegada a España (en 1577, ya estaba en Toledo) se impregna de la religiosidad imperante y, sobre todo, del misticismo de S. Juan de la Cruz. Sus personajes, desde entonces, parece que levitan y se estiran hasta la deformación anatómica. ¿Astigmatismo? Esa era la razón aducida tradicionalmente para explicar el alargamiento de sus figuras; pero más bien parece que ese misticismo espiritual lo lleva al extremo, en un manierismo desmedido, exuberante en color y dibujo, que ha motivado que algunos historiadores de la pintura, como Palomino, lo hayan tildado de extravagante.
Cuando hablamos de manierismo, siempre nos surge la comparación, sobre todo con Rafael y Miguel Ángel. Está lejos de la serenidad y armonía de Rafael, pero también del terror y la desesperanza de Miguel Ángel. “El Greco” nos transmite la más pura espiritualidad, la locura de un creyente enamorado (S. Juan de la Cruz y El Quijote: uno religioso, otro laico) que pinta con la convicción de estar “poseído” por la Verdad. Y eso, aun a los agnósticos y ateos, provoca respeto y admiración.
Con la “Adoración de los pastores”, “El Greco” cierra el ciclo evolutivo de su pintura, instalándose en esa ruptura manierista desmesurada. Siguiendo a Calvo Serraller y a Cossío, la pincelada es, más que suelta, furiosa, sin precisión en los contornos, porque deja de interesarse por el dibujo, solo atenta a los movimientos ascensionales, en una especie de torbellino vertical que se alarga sin fin. Así crea, ayudado por una luminosidad un tanto espectral, unas figuras etéreas, colgadas en el aire, como si fuesen fantasmas, que escoltan el gran acontecimiento del nacimiento de Jesús. Luces y sombras muy definidas y contrastadas en una atmósfera alucinante. Realidad‑irrealidad‑espiritualidad‑mística en una imposible fusión única e irrepetible, por más que siempre haya artistas geniales que tomen prestado de “El Greco” sus llamas espectrales: Modigliani y Gaudí, entre otros.
Siguiendo esa estela de extravagancia, el color se aparta de cualquier intento de armonía cromática, como vemos en Rafael o en los venecianos. Rojos, verdes, amarillos, azules de gran pureza. Colores explosivos y estallantes mezclados con sombras absolutas, que rompen los cánones de la utilización del color, en un manierismo efectista y sobrecogedor: único.
Como es frecuente en “El Greco” (el mejor ejemplo sería “El entierro del conde de Orgaz”, quizás su obra cumbre), se establece una composición dividida en dos planos: uno terrenal (si es que se puede decir aquí, en este cuadro), en el que tiene lugar la Adoración, con el Niño y una Virgen muy joven en el punto de atracción de la obra; y unos pastores, que parecen gigantes, escoltando al recién nacido; y otro celestial, en el que ángeles y angelillos nos muestran la gloria del Nacimiento. Escena ésta, en donde las sombras están salpicadas de los cuerpos infantiles de los angelillos, encuadrados por ángeles alados que muestran un rótulo con el lema ya utilizado por otros pintores: “Gloria in excelsis Deo et in terra pax”.
Un cuadro que no es el mejor de su extensa obra pictórica, pero que nos ayuda a contemplar a “El Greco” como un pintor distinto, de difícil catalogación, digno de figurar entre los mejores. Gótico, renacentista, manierista, barroco, impresionista, expresionista, cubista, son acepciones referidas al pintor hispano‑cretense. Y este cuadro podría ser un referente no menor, en el que confluyen todas esas miradas. O, al menos, a mí me lo parece.
Cartagena, septiembre de 2013.