Llegó el día 21 de julio y mi estado de salud -y ánimo- parecía mejor; incluso hube de demostrarlo, varias veces, en aquella mañana.
Pasadas las primeras horas tuve la primera visita: una señora, madre de un sacerdote muy amigo. Había oído que me habían asesinado; luego, que estaba grave, por lo que no paró hasta encontrarme, habiéndome buscado en la Casa de Socorro y otros lugares. A pesar de mi palidez cadavérica –pues, con sus sollozos, más parecía yo su hijo-, tuve que consolarla y convencerla de que me encontraba casi bien del todo. Hablamos de lo acontecido el día anterior y nos despedimos hasta otro día. No la volvería a ver hasta que acabó la guerra.