En el año 1988, un grupo de investigadores de diversos países europeos participamos en un encuentro sobre fitotecnia organizado por el CIHEAM (Centre International de Hautes Études Agronomiques Méditerranéennes). Aquel encuentro estuvo presidido por un político venido de Bruselas que nos explicó, pormenorizadamente, que los países de la Unión Europea tendríamos que reducir la actividad agraria.
Su razonamiento era convincente: los pueblos que basan su economía en el sector secundario (industria) o terciario (comercio, turismo, finanzas…) están más desarrollados que los que la basan en el sector primario (agricultura, pesca, minería…), por lo que nuestra actividad en el sector primario debería reducirse drásticamente. Por otra parte, si Europa quería vender productos industriales y servicios a países del Tercer Mundo, no habría más remedio que dejar que ellos asumieran gran parte de la actividad que nosotros desarrollábamos en el sector primario para, posteriormente, comprarle los productos generados, con cuya venta estos países nos podrían pagar lo que nosotros les vendiésemos. El razonamiento parecía correcto, y la consecuencia inmediata de ello era diáfana: en la UE, la superficie dedicada a cultivos y a la ganadería deberían disminuir y, consecuentemente, los agricultores europeos deberían ir reduciendo su actividad.
En el año 2008, el objetivo planteado por la Unión Europea parece que se estaba cumpliendo; en un estudio realizado por la Universidad Humboldt de Berlín sobre la ocupación del suelo para producción agraria en la Unión Europea, se dice: Desde 1999, las importaciones netas han crecido un 40% en la UE, implicando una ocupación virtual de 35 millones de hectáreas ‑fuera de nuestras fronteras‑ para producir los granos que importamos.
Pero en Europa existen regiones donde la actividad agraria es muy importante ‑parte del centro, sur y sudoeste de la Península Ibérica, entre otras‑, y al reducirse en ellas esa actividad como resultado del dictado de medidas políticas ‑subvención para reducir las superficies de cultivo, subvenciones al margen de la producción…‑, y no como producto de una evolución social, se ha producido una situación peculiar: hay comarcas donde la riqueza que generaba la actividad agraria, al no ser ahora generada por la industria o los servicios de la empresa privada, está siendo asumida por las distintas administraciones (Diputaciones, Autonomías, Estado o UE) mediante subvenciones a actividades que, en muchos casos, tienen una dudosa utilidad, lo que a su vez genera un desencanto generalizado que desanima a los más jóvenes, cuya consecuencia final es la emigración y el vaciamiento de pueblos enteros que quedan habitados, en su mayor parte, por una población de ancianos. En estos momentos, La Campiña Sur de Extremadura, una de las comarcas que puede tomarse como ejemplo de lo anteriormente expuesto, con una renta per cápita por debajo del 75% de la media de la UE, tiene una densidad de población extremadamente baja ‑aproximadamente 13 habitantes/km2‑, y su crecimiento vegetativo actual es negativo ‑más del 20% de sus casas vacías‑, de lo que se puede esperar que, dentro de pocos años, de no remediarse esta situación, en esta comarca comenzarán a aparecer pueblos fantasmas.
Determinados grupos de opinión han pensado que la solución a ese problema sería dejar que la población siga abandonando estas comarcas netamente agrarias para reagruparse en las ciudades más industrializadas; pero ello, de realizarse, ocasionaría que muchos pueblos pequeños, aldeas y alquerías, quedaran vacíos. Los mismos grupos de opinión han planteado, como medida ecológica positiva, que las tierras de agricultura abandonada se podrían dedicar a espacios forestales; espacios que, en muchos casos y de manera espontánea, serían ocupados por el bosque mediterráneo. Pero ese planteamiento no parece que se pueda desarrollar, por la particularidad de las zonas rurales donde existe el problema.
Uno de los hitos de la civilización es el comienzo de la agricultura y, por los descubrimientos realizados en Abu Hureyra (Siria), hoy sabemos que ese fenómeno se produjo hace 11 000 años en una zona alrededor de los ríos Tigris y Éufrates, justo en el extremo oriental del Mediterráneo. Las especiales características de este mar ‑posee cuatro penínsulas y el 40% de su longitud costera pertenece a islas‑ le hacen idóneo para la comunicación de unos pueblos con otros, y por ello, en esa cazuela que forman los países ribereños desde Mesopotamia hasta la Península Ibérica, se produjo una rápida expansión de la agricultura. En esas zonas ribereñas al mar Mediterráneo ‑Mar en medio de las tierras‑ estuvo situado uno de los alfares de nuestra civilización actual; y, por ello, las comarcas europeas de esas zonas son como un inmenso museo con vestigios de las culturas que, desde hace 11 000 años, se han ido sucediendo (sumerios, asirios, egipcios, fenicios, persas, griegos, romanos, etc.).
El área ocupada por el mundo rural de las zonas españolas, con los problemas planteados anteriormente, está constituido por pueblos y aldeas que poseen auténticas joyas de arquitectura, escultura, pintura, yacimientos arqueológicos, etc.; elementos que, por estar situados en pequeños pueblos rurales, no se valoran lo suficiente, aunque si alguno de ellos fuera exportado a países desarrollados y con menor depósito cultural antiguo ‑EE UU., Australia, Canadá…‑, es muy probable que allí fuera declarado monumento nacional.
Se podría plantear que la custodia de dicho patrimonio fuera realizada, en esos pueblos fantasmas, por empresas especializadas; o con empleados públicos, desde ciudades situadas en lugares estratégicos; pero ello no parece realizable. El presidente Sarkozy, refiriéndose a algunas comarcas francesas con estos problemas, ha dicho: No se puede relegar a los agricultores a una condición de jardineros de la naturaleza o de agentes municipales mediante obligaciones imaginadas desde París y absolutamente inaplicables en el terreno. Crear industrias en estos lugares, aunque fueran derivadas de los productos agrícolas, serviría para crear riqueza; pero difícilmente evitaría el problema de la brutal despoblación que se está produciendo en estas zonas. Y programar, como ambición política, la creación en ese mundo rural de un Silicon Valley con industrias biotecnológicas y empresas de investigación, sería como “El cuento de la Lechera”, pero más fantástico todavía.
***