1, 4

29-04-2012.

Al otro lado del río, donde estaba la gallera del chino O’Reilly, los días de calima, con la reverberación del sol aquella tierra blanca y reseca parecía una lámina de vidrio que se ondulaba como las aguas de un lago imposible, y el aire era tan duro y escaso que no todos, ni los gallos ni los hombres, podían respirar al mismo tiempo.

El chato Patrocinio miraba tras el vidrio delantero de su costado cómo la noche iba perdiendo su dureza y el día se insinuaba en el fondo perdido del desierto. Pensaba en la india Libertad Yambé, en sus redondas nalgas oscuras y fuertes, en tus tetas carnosas, en sus muslos largos, y en el comisario Omayocán Sabanagrande y su siniestra sonrisa forzada que tenía siempre clavada en los labios, y en sus zapatos de buen cuero negro y bien lustrados. Lo maldijo. Y se tragó para sí el veneno de la maldición para que no la oyeran ni Macabeo ni Natalicio. Y le llegó también el recuerdo de sor Amapola, la monja del orfanato de Santa Florentina en Papalaoapán. Su memoria le alivió la migraña y le llenó inesperadamente la boca de dulzor.

La Ford, en ese momento, pegó un respingo al enterrar una de las ruedas en una hondura y de nuevo los alfileres de migraña se le derramaron al chato Patrocinio por las sienes, de manera que tuvo que taponarse los ojos con sus manos, porque creyó que se le iban a ir para afuera. Chasqueó el motor con tal culetazo que parecía que no daba más de sí.

—¡Coño, Macabeo, que me vas a desbaratar la arquitectura! —le gritó, porque se le trastabillaron los huesos—.

—Siempre se me olvida —se excusó—.
—Pues planta una señal —le reprochó de mala gana—.

Natalicio, en el asiento de atrás, tuvo que agarrarse al borde mugriento para no tromparse los sesos en el techo y dijo, defendiendo a su compañero de rondín:

—Aquí, Patrocinio, aunque pongas gallardetes y prendas bengalas, los hoyos los pone y los quita el viento a su voluntad. Horita están aquí, y te vuelves de espaldas nomás, y ya no, porque los ha cubierto con la tierra que arrastra.

Las tablas del puente temblaron.

El puente estaba en el mismo sitio desde que los hijos de Fuensalida Valcárcel, Lisardo y Feliciano, los “Gemelos”, lo levantaron con sus manos por encargo del gringo Brady O’Reilly, el padre del chino, que le compró al gobierno una yunta de aquellas tierras perdidas.

Cuando pasaron al otro lado del río, todos respiraron tranquilos. Macabeo Ridruejo gargajeó a fondo. Desde las tablas del puente al hondón del cauce había al menos dos metros y, aunque el agua era solo una culebra oscura y silenciosa, el golpe hubiera sido grande o, quién sabe, mortal. No sería el primer carro que se despeñase allí mismo.

A lo lejos, en el clarear primero del día, las alambradas de la gallera se alzaban del terrizo como cactos retorcidos y negros. Al acercarse algo más, el chato Patrocinio Juárez se sorprendió de algo extraño y mandó a Macabeo estacionar el carro. Parecía que en la casa y el reñidero tenían prendidas las lámparas de petróleo. El motor del carro jadeó y se hizo el silencio. Nada se oía.

—¿Tú ves algo? —quiso saber el chato Patrocinio volviéndose a Natalicio—.

—De ahí en más no se ve nada —respondió—.

—Unas luces, a mi parecer —intervino Macabeo—. Cuando descubrimos el cuerpo… —quiso explicar—.

—…No había luces. Ni un ocote prendido —recalcó Natalicio—. Vinimos a pegar la hebra con el chino, que siempre anda desvelado, mientras hacíamos la ronda, y a tomarnos un trago de aguardiente para sacudir el frío de la noche, pero todo estaba a oscuras. La puerta estaba abierta. Prendimos una lámpara y lo encontramos sin vida.

—Aguardemos un momento —ordenó Patrocinio para darse tiempo a tentar sus ideas y a apaciguar el sofoco que, de pronto, le había encendido el pecho y quería salir por la cicatriz ondulada del costado—.

Y, después de un silencio corto y grande sin que ni siquiera Macabeo Ridruejo se atreviera a gargajear, ordenó Patrocinio en voz baja:

—Vamos a pie. Yo por delante —dijo fanfarrón, pero amoscado—. Tú, Natalicio, me sigues, hacia la izquierda, al lado del corral, cuando yo de diez pasos; y tú, Macabeo, no gargajees y quédate a la guarda del carro. Ya te silbaremos, si es preciso.

juralopez42@msn.com

Deja una respuesta