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27-04-2012.

Dentro de aquel cuarto el aire era pastoso, duro, turbio y agrio. Olía a alcohol, sudor y aceite de orquídea con el que la india Libertad Yambé untaba su cuerpo siempre que iba a la cama de Patrocinio. Del corral trasero llegaba el olor a guano de las gallinas y a cagarrutas y meadas de las cabras. Fuera, en la madrugada, el cielo era alto, negro y duro; el ojo grande de la luna estaba vacío de luz. Olía a terregal y a pita.

En Río Negrón había veces que el aire, cuando bajaba encajonado por el cauce del río, se iba haciendo negro, como de haber pulido con su asperón las piedras del fondo del río, y entonces no se podía distinguir el día de la noche. Y otras era tan blanco, con la palidez de las mortajas, que, al respirarlo, llenaba el pecho de polvo del desierto y memoria de muertos sin sepultura; y la cabeza, por los adentros, se vestía de minúsculas gotas de arena que pinchaban como las espinas de los cactos. En ocasiones, con el sofoco del aire caliente, caían asfixiados, sorprendidos por aquel fuego, los tordos que en parvadas huían hacia lugares más cómodos y frescos. Los niños creían en los milagros y recogían los pájaros muertos y los desplumaban junto a sus madres y los socarraban en el fuego y aquel día eran un poco más felices.

Cuando el polvo blanco o el polvo negro batía las calles, penetraba por todas las rendijas de las casas y acababa depositándose en los rincones, sobre las tapas de los muebles y las cunas de los niños o se escondía en los dobladillos de la ropa y, en silencio, trabajaba voraz y silencioso como la carcoma.

Pero aquella noche el aire era frío, quieto y limpio. Y seguía avanzando lentamente y en silencio lo mismo que el coyote que, al acecho, aguarda lanzarse sobre su presa.

Los gallos le habían sacado los ojos al chino O’Reilly.

El chato Patrocinio encontró la pistola entre los muslos de la india Libertad, olía a aceite de orquídea, y el cañón y la culata estaban calientes. Habían estado jugando los dos con ella, mientras se enredaban y desenredaban en abrazos y manoseos. La enfundó, se calzó las botas, echó sobre el cuerpo desnudo de la india un trapo que en un tiempo pudo ser blanco y sábana y que estaba sobre la silla desvencijada del rincón, se cubrió los hombros con el sarape y apretó la perilla de la luz para apagar la bombilla. Al abrir la puerta gimieron las bisagras, ronroneó la gata sin moverse y la india Libertad dio media vuelta y volvió a mostrar sus nalgas apretadas y oscuras y sus largos muslos. Pero ya ni Macabeo Ridruejo ni Natalicio Bonafé estaban mirando por el ventanillo de vidrios sucios.

De los tres, el que manejaba el carro que permanecía estacionado cerca de la iglesia desde el mediodía era Macabeo Ridruejo. Hasta allí se fueron sin mediar palabra. Sonaban sus pisadas en la noche. Ninguno de los tres parecía tener la lengua para pláticas de maitines. Sin embargo, al ver Patrocinio el apuro que llevaban los otros dos les dijo:

—No hay caso que vayamos descosidos. Los pasos se echan uno detrás de otro nomás. Si muerto, muerto está: sepelio y tumba. ¿Quién le va a chorrear lágrimas? Nadie. No hay, pues, apresuración alguna.

A veces, el chato Patrocinio se atrevía a manejar el carro cuando estaba bien mamado y, en apuesta, atravesaba el estrecho puente de tablas sobre el río Negrón, camino de la gallera del chino Winston O’Reilly. Un solo mal movimiento y una rueda bordeaba el filo sin baranda y ¡al carajo el chato y el viejo carro!

El carro era un Ford ranchera que habían desechado en la comandancia de Chapulín de San Antonio. Todos los sucesos oscuros que acaecían en Río Negrón tenían que supervisarlos en la comandancia de Chapulín de San Antonio. Y allí estaba, de jefe, el comisario Omayocán Sabanagrande, un tipo bien conocido del chato Patrocinio.

Entre el chato Patrocinio Juárez y el comisario Omayocán Sabanagrande existía tamaño pique que venía de antiguo: de cuando el chato era cuchillero de libre y de soldada, y acabó de merodeador de mala muerte en pueblos miserables. En el fondo, el chato Patrocinio al que menos deseaba encontrarse aquella noche era al comisario Omayocán. Tampoco había razones para que apareciera por allí. A no ser que alguien hubiera descubierto el cuerpo del chino O’Reilly antes que Macabeo y Natalicio.

Macabeo manejaba el carro procurando no hacer ruido, pero el motor del cacharro era tenor y guitarrero. Igual cantaba corridos que se engañitaba y tosía. Un perro escurrido y lacerado salió de una de las callejas y lo persiguió ladrando un buen trecho, hasta que llegaron casi a la orilla del río para buscar la línea exacta del puente. A lo lejos, en el horizonte plano, una raya amarilla bordeaba el cielo denso. Macabeo gargajeaba y, cada vez que iba a escupir fuera, bajaba el vidrio de su lado y lanzaba el dardo espeso contra la oscuridad.

juralopez42@msn.com

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