11-01-2012.
JUEVES, 25.
Nos levantamos a las siete y media. Desayunamos como siempre y nos fuimos a la estación de trenes a enterarnos de cuándo era la partida para Lucerna. Margui preguntó también sobre cómo desplazarse a Interlaken y, aunque en un primer momento pensamos que ambos lugares podríamos visitarlos en el mismo día, luego comprobamos que era una barbaridad y no podría ser.
Hablé con mis padres por el móvil, como lo hago todas las mañanas; no así con la abuelita Paquita, que se encontraba con mi cuñada Juani, para ver cómo estaban y decirles dónde nos encontrábamos y que lo estábamos pasando muy bien. También hablé con Angèle y Antonio Lara Pozuelo, quien concretó que el sábado, a las once y cuarto, nos recogería en la salida principal de la estación ferroviaria de Lausanne, pues tenía interés en enseñarnos su entorno y llevarnos a su casa. Pensé: «¡Que no se nos olvide el regalo del rosario de mi padre, que ya se lo comenté anteriormente por teléfono…!».
Dos bellas gemas en Lucerna.
Nos pusimos manos a la obra y fuimos paseando pausadamente por el casco histórico antiguo, haciendo el recorrido que nos marcaba la guía escrita que traíamos, leyéndola nuestra hija Mónica muy acertadamente. Atravesamos los dos puentes de madera construidos sobre el río Reuss, que estaban adornados con múltiples maceteros de variopintas y delicadas flores. Eran preciosos, especialmente el primero. Visitamos la iglesia católica de los jesuitas y otra de san Francisco, que está muy cerca. Nos dimos un tranquilo paseo por el centro histórico, como nos sugería nuestra guía escrita.
Variadas y vistosas flores en el puente de la Capilla y Torre del Agua de Lucerna.
Mónica y Margui de crucero por el lago de Lucerna.
Luego, después de tomarnos Mónica y yo una coca cola light no lift ‘ascensor’-, que daban gratuitamente en la puerta de la estación ferroviaria, nos montamos en una lancha que salía a la una y cuarto del embarcadero, que está enfrente de la estación ferroviaria, adonde habíamos ido al servicio (pissoir para los varones o WC para mujeres y hombres) al llegar, por 7,5 CHF ‘franco suizo’. Menos mal que yo no necesité WC, pues si no hubiesen sido 8 CHF, nada menos…
En la cumbre del Rigi.
Ya en la lancha, unas -como la madre y Mónica- hicieron la travesía en la borda de segunda clase, aunque en principio nos subimos muy ufanos- arriba, al primer piso, que tenía mejores vistas, tratando de instalarnos en su amplio comedor, hasta que nos dimos cuenta de que estábamos en primera… Otros, como Margui junior y yo, comimos en el comedor de segunda clase: unas salchichas con algo de guarnición y dos botellas de agua; la primera con gas y la segunda sin ella, pues al no habérselo advertido a la camarera, tanto en Suiza como en ciertas partes de Europa, tienen por costumbre poner el agua con gas, como ya nos pasó en Italia. Nosotros dos poco pudimos apreciar las vistas tan maravillosas que se divisaban desde la borda, mientras que la madre y Mónica disfrutaron más de la travesía echando muchas fotos; aunque luego, como contraposición, también se quemarían más que nosotros, al no haberse echado protección solar.
A continuación, cogimos un tren rojo que subía al monte Rigi Pic. Son unos trenes cremallera de color rojo o azul, lentos pero precisos, con unas pendientes de vértigo y unas vistas aéreas que te rulan, tanto de los montes como de los paisajes cercanos, así como de los muchos lagos que se divisan desde la altura. Era una auténtica gozada. (Entonces me acordé de lo que Antonio Lara me dijo: que se adaptó muy bien a este país, pues había sido educado por los jesuitas de entonces, en Úbeda, con esa educación espartana que les caracterizaba…). Después de diversas paradas y del bucólico paisaje que íbamos observando -al igual que en los distintos lugares de Suiza-, llegamos a la cumbre que regalaba unas vistas preciosas que fotografiamos largamente, con ansia y fruición. Parecía como que, si nos fuésemos sin llevar las fotos en nuestras cámaras, nuestra frágil memoria nos jugaría una mala pasada, pues pronto lo olvidaríamos; aunque luego yo, por ejemplo, haya estado soñando en la siesta, durante varias semanas que estaba en Zúrich y Suiza.
Hasta los sonidos de las esquilas y campanillas, así como los propios de animales, nos transmitían paz y tranquilidad en este ambiente adonde las vacas de color marrón -cuasi gris- pastaban plácidamente a 1 713 metros de altura. Volvimos, para comer, en un autoservicio que había delante de la parada final del tren, en la cumbre, adonde los trenes rojo y azul tienen rutas ascendentes y descendentes diferentes. Por eso, nosotros nos subimos en el rojo para bajarnos en el azul y hacer doblete diferente de ruta y ambiente…
Mónica y su madre comieron más en condiciones que los que lo habíamos hecho en la lancha, aunque Margui junior repitió mediante un trozo de quiche ‘Pastel hecho con una base de pasta sobre la que se pone una mezcla de huevos, leche y otros ingredientes y se cuece al horno’. Yo compré una tableta de chocolate negro, que no tuve más remedio que compartir, con gran dolor de mi corazón…, con el resto de la familia para no ser egoísta y que encima se me enfadasen; pues disfrutar, yo solo, del genuino sabor suizo en lo alto de esta famosa montaña, parecía una obscenidad…
Luego, a la noche, comprobamos que todos nos habíamos quemado, entre el viaje en barco y el paseo por la montaña; y eso que, especialmente, yo tuve sumo cuidado al respecto, aunque me faltaba mi imprescindible sombrero que dejé en Torre del Mar ; por lo que me cubrí la cabeza con la rebeca gris y protagonicé una estampa muy de paleto, al estilo Gadafi ahora que está tan perseguido y denigrado , que Margui aprovechó para inmortalizar con su cámara. No hice como en Berna, adonde me cubrí la cabeza con el sombrero campero casero un pañuelo con cuatro nudos en sus extremos- que fabriqué según me enseñó mi abuelo materno de pequeño…
Billetes y monedas de francos suizos en curso.
Nos fuimos a los servicios, ¡que gracias a Dios eran gratis!, y ascendimos a la cúspide para seguir disfrutando de las esplendidas vistas aéreas cual si estuviésemos en el avión- que se divisaban, echándonos muchas fotos individuales y colectivas, también del ambiente y del entorno, tan natural, de la flora y la fauna. No podían faltar unas graciosas y simpáticas fotos de unos muñecos con trajes típicos de este país, que se encontraban allí para goce y disfrute del visitante que se carcajea de la foto propia o del familiar al que apunta su objetivo. Está Heidi, entre otros, con un hueco para que el interesado meta la cabeza y obtenga una foto estilo feria española, del sur para más señas, como las de mi infancia.
Allí arriba nos encontramos mucha gente: suizos, españoles, alemanes, japoneses y/o chinos; especialmente estos últimos que solos, en pareja o en grupos, incluso con personas mayores, patean el mundo como si fuese el salón de su casa, pues por los aeropuertos, en Zúrich o en las grandes ciudades que hemos visitado, hemos visto abuelos con andadores o sillones de ruedas que no les temen a nada ni a nadie.
Y a las cinco puntualmente-, como se suele llevar en este formal país, cogimos el tren azul, que nos bajó por otra ruta distinta de la que habíamos ascendido con el tren rojo. Hasta el conductor y las azafatas o revisores iban con su camiseta azul los rojos con su roja correspondiente- bien uniformados. El tren bajaba muy despacio. Poco antes, la tienda y el autoservicio, adonde comimos y compramos las postales más bonitas para enviar a familiares y amigos, habían cerrado con cinco minutos de antelación, pues sus empleados se bajaron con nosotros en el tren azul. ¡Se ve que no vivían en las alturas…!
Fuimos haciendo distintas paradas, adonde se apreciaba una fauna humana variada: una niña con una camiseta de Suiza en suizo, Swiss- que se apeó en el último pueblo en el que nos bajamos todos, pues era el fin de trayecto del tren azul; un peregrino mayor, de cierta edad; otra pareja compuesta por madre e hija alemana -o germánica- que viajaba delante de nosotros… Incluso, en una de las estaciones, estuve a punto de bajarme para rellenar la botellita de agua que tenía Mónica, con el agua fresquita de la sierra; pero, al final, no lo hice por miedo a perder el trenecito, pues con la muleta, que no me faltó en todo el viaje, podía haber hecho “un gran papel” ante el público asistente… Sí lo hicieron el conductor, una revisora y una pasajera mayor que iba con su hija y que tenía pinta de ser anémica la madre, que no la hija .
Luego, llegamos a la estación de abajo; fuimos andando para coger el tren que estaba repleto y sin aire acondicionado-, hasta que pronto llegamos a Zúrich, hacia las siete de la tarde, con muchas ganas de llegar al hotel, nuestra casa en estos días, para soltar los bártulos que el sufrido turista siempre lleva, que no el viajero; y, especialmente yo, que portaba muleta, rebeca y abrigo, por si el frío nos visitaba. Luego, no salimos tan pronto como pensábamos, sino que descansamos, nos aseamos, leímos y/o escribimos hasta que llegaron las nueve y fuimos a cenar rösti los cuatro en eso andábamos muy unidos , al mismo bar de la primera noche en que llegamos a Zúrich.
Las niñas se quedaron duchándose después de la cena, escribiendo postales y hablando por teléfono, mientras la pareja de maduritos se fue a pasear, apreciando el callejeo y puterío nocturno que cualquier gran ciudad occidental goza, y más nosotros, que estábamos parando en la mismísima calle de la movida “zurichesca”. Vimos que una mujer joven y guapa se encontraba en el suelo, porque se había caído al salir del tranvía, y estaba siendo atendida por un joven, quien después se despidió, tomando cada uno su camino: ella el del Hotel Central, que se encontraba muy cerca. Nosotros poco podíamos hacer -pues el idioma suizo ya es difícil de entender hasta para los alemanes , pues nos sonaba más que a chino… Luego, nos volvimos para el hotel, ocurriéndome la última anécdota del día.
En Interlaken.
Cuando fui a enchufar el adaptador del ordenador, que Margui junior había pedido en recepción, a la red eléctrica, saltaron los plomos de nuestra habitación, por lo que nos quedamos a oscuras esa noche. Como ya era tarde, no era cuestión de molestar a las hijas para resolver el problema o bajar yo a recepción a intentar explicarme en mi español-suizo macarrónico, por lo que no escribí nada en el ordenador, haciéndolo como antaño, a sangre, en unas hojas del mismo hotel, con el bolígrafo que yo llevaba. Cómo sería el susto que me llevé que pensé haber podido fundir los plomos del hotel ¡qué poderío, el mío…!-, por lo que me asomé al pasillo para comprobarlo. Al ver que las luces estaban encendidas, comprendí que el problema sólo se había ocasionado en nuestro cuarto… ¡Uf, qué alivio…!
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