08-01-2012.
Cuando llegamos a Valencia, después de nuestra breve estancia en Madrid sólo tres días , iba ilusionado al oír estos relatos de compañeros de trabajo que habían hecho el servicio militar en esa luminosa ciudad de levante. Durante el viaje, mi vista pudo recrearse admirando con premura esos verdes campos de extensas tablas de jugosa alfalfa, de anegadas parcelas de arroz adonde el tren, a su paso, se reflejaba en el espejo de sus aguas, de interminables filas de naranjos y limoneros en flor.
Yo había viajado poco y me vino a la memoria el Paraíso Terrenal, ese vergel que Dios hizo para gozo y disfrute de la humanidad antes de que nuestros primeros padres cometieran el pecado de desobediencia. Eso me parecieron esas tierras valencianas.
El tren, ajeno a mis afecciones y gozo, marchaba rápido hacia su destino, dejando tras sí una estela de humo negro que el aire se empeñaba en deshacer. A su entrada en la estación de la calle Játiva, lanzó un silbido que atronó todo el cubierto recinto. ¡Qué bullicio, qué ambiente, qué trasiego de mozos y viajeros! Aquello me encantaba, parecía que estaba en un mundo nuevo, y en realidad así era. Todo era nuevo para mí: del trabajo diario ya ni me acordaba y qué tranquilidad no estar sujeto a un horario, a la monotonía de hacer todos los días lo mismo, hablar con las mismas personas, los mismos hábitos y costumbres. Ya todo era diferente. Enfrascado en todas estas consideraciones volví a la realidad.
Cogí mi maleta de madera y seguí al grupo que componíamos la expedición que, mandada por un cabo, nos invitó a que le siguiéramos. Atravesamos, andando, la bonita capital del Turia y, por último, atravesamos el río por el ya desaparecido puente de madera para tomar el tren de vía estrecha que nos llevó a Bétera. Entrada la tarde de ese radiante día de primavera y después de caminar los kilómetros que dista Bétera del campamento, avistamos los primeros pabellones de ese flamante lugar castrense. Todo el camino fui a la zaga, pues de las flamantes botas que en Madrid me dieron, en una de ellas, la pala era de cuero muy duro y no doblaba y lentamente me fue haciendo una herida encima del dedo gordo que casi me impedía andar.
El campamento estaba enclavado en una arenoso e inmenso llano. Pasamos por varios chalés que, según nos dijeron, eran de los oficiales y jefes. Seguimos andando (yo, como podía). Llegamos a la puerta principal adonde el cabo de guardia, después de revisar papeles, nos dijo que allí no era, que teníamos que ir al final. Yo creía que sería el final de mi sufrimiento. Tuve que sacar fuerzas de flaqueza para continuar ese pequeño calvario.
Seguimos andando y pasamos otra puerta adonde los guardias eran de caballería. Leí un letrero: Regimiento de Lusitania 8 (el que pasamos primero era el Regimiento de Infantería España). Continuamos nuestro precioso caminar y, por fin, llegamos al ansiado destino. Con cierta alegría leí: 3.a Unidad de Veterinaria, Hospital de Ganado. En la puerta, nos esperaba un sargento que preguntó al cabo el motivo de la tardanza. Este le dijo: «Mi sargento, mire usted cómo vienen los reclutas: parece un ejército derrotado». Como me gusta ser fiel al relato, en la tardanza todos fuimos culpables pues, creyéndonos civiles, casi obligamos al cabo que era novato a permanecer en un bar de la estación más de dos horas, bebiendo chatos de vino, sentados en la terraza como señores.
Nos asignaron nuestras camas y tuvimos que pasar por la peluquería. Los barberos, ni lo eran ni nada; si hubiesen sido esquiladores, lo hubieran hecho mejor. Yo no tuve mala suerte. El cero que me echaron no tenía muchos trasquilones, pero a otros les daba risa y lástima a un tiempo. A algunos no les faltaba nada más que le hubieran hecho un pez en la cabeza. A renglón seguido, pasamos por las duchas y salimos nuevos. En esta Compañía de Veterinaria, no había cornetas ni tambores; y el último imaginaria se encargaba de dar varios golpes fuertes en las taquillas y ése era el toque de diana. Cuando pasaban varios minutos y quedaba algún remolón en la cama, el sargento se ponía en la puerta de la compañía con el cinto en la mano y, al pasar el retrasado, le descargaba en sus espaldas un correazo.
El primer día, me apunté a reconocimiento, pues el dedo gordo parecía un chorizo. El médico me rebajó de botas de instrucción y esos primeros días los pasé de cuartelero, sin poder salir de la compañía. Me daba envidia ver a mis compañeros que, por las tardes, se iban de paseo a la cantina de caballería y al Hogar del Soldado. Después de varios días rebajado, empecé a hacer instrucción y teórica y ya era uno más de los 46 que formábamos el grupo de reclutas. A diez sacaron para el “Pelotón de los torpes”.
Al siguiente domingo, el sargento nos dijo que nos preparáramos para ir a misa. Después del desayuno, arreglados con la ropa de paseo, el sargento nos pasó revista de ropa y calzado. Por fin, me pude poner las botas, a las que antes había limpiado dándoles lustre. A mí siempre me gustaba ir en la fila del centro, en prevención. El sargento, a algunos les abrochó bien la sahariana; el gorro nos lo iba poniendo con cierta gracia. Cuando él creyó que estábamos para revista, mandó «¡De frente!».
Salimos del patio del hospital y entramos en la extensa explanada que había frente a todo el campamento. Después de marchar durante varios minutos, nos situamos detrás del regimiento de caballería. Los infantes estaban al otro lado, guardando simetría. El día era espléndido: el claro sol de mayo nos acariciaba con sus tibios rayos. Una suave brisa hacía moverse las nuevas y verdes hojas de unos árboles que, junto al altar, alegraban el lugar sagrado. El cornetín sonó anunciando, con su toque de silencio, el comienzo de la santa misa rezada. Cuando el sacerdote, santiguándose, dijo en latín «In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti», la banda de caballería, con suavidad, empezó a tocar una música clásica que me encantó. Después, supe que era la marcha militar de Franz Schubert.
Aquello era majestuoso, por lo menos a mí así me lo pareció. Cuando de nuevo el cornetín ordenó el rindan y la tropa hincó su rodilla en tierra, la banda de cornetas y tambores de caballería obsequió al Santísimo, que el sacerdote con sus dos manos elevaba al cielo, con bonitos y acompasados toques que parecían llegar hasta el fondo de los corazones. Cuando se acabó la santa misa y retornamos a la compañía, era la hora de comer y, como estábamos en domingo, la comida no podía ser otra, encontrándonos en Valencia: paella. Confieso que fue la primera vez que la probé y me gustó. Recordé que, en mi casa, el arroz siempre se hacía caldoso y me gustaba. Ese día me salió redondo todo. No me pasó como varios días después, cuando fue mi santo y todo resultó torcido.
Antes de comer, repartieron el correo y tuve carta de mi novia. La guardé en el pecho, en el bolsillo que tenía la camisa junto a m¡ corazón, para después del postre. Cuando después de la comida tocaron paseo, en lugar de irme a Valencia o a Bétera con los compañeros y paisanos, me fui afuera del campamento, al bosque de algarrobos que lo circundaba y, al pie de uno corpulento, me senté en el suelo de espaldas al tronco. Con emoción, abrí la carta y la leí no sé cuantas veces. ¡Pasé una tarde feliz! ¡Sentía un bienestar en mi corazón! Cuando anochecía, entré de nuevo en el campamento casi para cenar, saboreando tanta felicidad. Arreglé mi cama y me acosté, no sin antes sacar de mi cartera una estampa de Jesús, que mi madre me mandó en esos días, el retrato de mi madre y el de mi novia y les pegué sendos besos. Eso hice durante los 28 meses que duró la mili, todas las noches antes de dormirme.