Las hermanas Carmelitas

05-01-2012.

En la acera del Real, bajando a la izquierda, en aquellos remotos tiempos de antes y principios de la guerra, había, además de los establecimientos o negocios antes citados ‑que yo sepa‑, la peluquería de los hermanos Vega, la Administración de Lotería n.º 1 ‑única‑ y la sastrería de Longedo.

La Administración de Lotería la regentaba doña Teresa Becerra. ¡Cuántas veces después, en la paz, he comprado lotería por una peseta, una participación para el sorteo de Navidad, que si tenías suerte te podían tocar hasta 7 500 ptas., el gordo! Nunca he tenido esa suerte, ni otra aproximada. Las jugadas ordinarias costaban ‑el décimo‑ tres pesetas y había otras de cinco pesetas; pero, para mi escasa economía, eso era un despilfarro, y no jugaba. A doña Teresa, en la guerra, la veía con su capa azul y su ropa de enfermera, pues, cuando echaron del Hospital de Santiago a las Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paúl, las suplieron unas novatas enfermeras que poco sabían de cuidar enfermos.

Me acuerdo de niño, cuando estaba en el colegio público del Alcázar, el único al que yo he asistido, el maestro nombraba a cinco niños y ésos iban a comer al Hospital de Santiago. Muchas veces me vi favorecido por la decisión del maestro, que era don Juan de Mata. No sé por qué motivo sería, si porque la situación económica de nuestra familia no era muy boyante ‑pues éramos seis hermanos‑ o porque le fuera más agradable, el caso es que a mí ese día me parecía de boda. De entrada, nos daban un trozo de pan metido en harina y sentado, que nuestras pequeñas manos no podían abarcar. Entrábamos en fila y, antes de sentarnos, rezábamos una oración.

La primera vez que yo conocí a sor Patro fue sirviéndonos la comida. Había venido por entonces. Era muy joven, su cara muy esclarecida y salpicada de pecas que le daban cierto encanto. A los niños nos trataba muy bien y era muy comunicativa; hasta creo que el cazo de la comida a mí me lo llenaba más. Sor Nieves era una hermana mayor, era pequeñita y con mucho nervio. Andaba deprisa y era muy jovial siempre, guardando la regla en su comunicación. Otra hermana que yo conocí, sor Vicenta, era alta y gruesa y tranquila en el andar. Eran las monjas que nos servían la comida. Los garbanzos y el arroz me gustaban mucho. Hay veces que hoy, cuando los como, me viene el recuerdo de aquellos días felices en que compartía mesa y mantel con niños como yo.

Un día, no sé por qué motivo, al salir del comedor, había un heladero con su garrafa de corcho, de esos que vocea por las calles con su helada mercancía y un señor que se llamaba don Sebastián Hurtado, que creo era el director del comedor, a cada niño nos fue dando un helado de galleta rectangular y gordo como los que valían 10 céntimos. Me supo a gloria, lo mismo que a los demás. Creo que ese comedor, después de la guerra, ya no funcionó y a sor Patrocinio la he visto en el quirófano del Hospital durante muchos años, lo mismo que a doña Teresa, quien, al acabarse la contienda, siguió con su administración; y, en esos dos casos, las aguas volvieron a sus cauces. La vida comercial del Real, después de la guerra, siguió latiendo con fuerza, pero hasta hoy con lentitud; mas, progresivamente, se fue debilitando y actualmente es como un enfermo terminal.

He querido hacer una semblanza del Real lo más real ‑valga la redundancia‑ que mi memoria me ha dictado. La he hecho con cierta nostalgia. No es gratificante narrar cosas y situaciones que van pasando al olvido, pero tengo que reconocer que es una ley de vida y que hay que acatarla dando paso al presente.

Haciendo un exhaustivo repaso de mi memoria, he visto con cierto agrado que la narración del Real era incompleta. Digo con agrado, porque así tendré de nuevo motivo, gracias a mi involuntario olvido, de narrar la vida de un trozo de esta calle que está en la historia del arte de la docencia y de la piedad conventual. Las Carmelitas, esa piadosa comunidad que, mientras ha estado en Úbeda, se ha dedicado a la enseñanza. ¡Qué niña o muchacha de la sociedad pudiente de Úbeda no ha pasado por sus aulas! Aquí se han educado la mayoría de ésas, hoy señoras respetables, que lucen en sus sienes hebras de plata. Yo las veía en mi infancia luciendo su atuendo azul y las he seguido viendo en mi adultez. De oírlo, me aprendí este cuarteto dedicado a esa comunidad:

Las hermanas Carmelitas
con sus mandiles azules
se parecen a los cielos
cuando se quitan las nubes.

Un día, cundió el rumor de que ese colegio iba a desaparecer y, como dice un sabio refrán: Cuando el río suena… Creo que, con dolor de muchos ubetenses, desapareció y con él esa piadosa comunidad. Al no haber alumnas, su misión en este lugar no tenía razón de existir y se marcharon siguiendo la tónica del decadente Real. ¿Será que todo lo que concierne a esa hoy tranquila vía tiene algún maleficio? ¡Yo creo que no! Es sencillamente que el comercio y la enseñanza han tomado otros derroteros y el que no se ha renovado está condenado a muerte.

 

 

Lo único que en el Real luce con luz propia es su arte, esa majestuosa Torre del Conde de Guadiana. Yo, desgraciadamente, de arte no sé y no podré ni siquiera hilvanar frases acordes que ensalcen esa portentosa obra de arte en piedra. Lo que sí sé es que, cuando paso por ahí y mi vista se topa con ella, es como cuando vas por la calle y encuentras a una hermosa mujer y tu vista se recrea viéndola y de tu boca se escapa un encendido piropo…

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