He vuelto a leer el escrito “Los miedos en la vejez” de Blas Lara, porque describe una situación en la que, con bastante probabilidad, nos vamos a encontrar, si no es que nos encontramos ya, más de uno de los que somos asiduos de esta página. Debido a su importancia, quiero hacer una nueva intervención, porque me parece que en mi escrito anterior he cargado más el tono en hacer una descripción de lo que entiendo, experimentalmente, como miedo y he pasado de puntillas sobre algún antídoto para combatirlo. En este sentido, me parece muy acertada la intervención de Dionisio ‑“Cuando, en lugar de miedo, teníamos fe”‑ que, como vemos, aborda el tema desde la posición firme en la fe.
Creo que ha acertado del todo porque ese es el factor fundamental: fe en nosotros mismos; en la seguridad y la confianza que nos da nuestra labor diaria, sea la que fuere; en nuestras obligaciones familiares y de todo tipo; en nuestro proyecto de vida… El proyecto de vida es algo que nos debe acompañar mientras respiremos, siempre hecho con entusiasmo, con afán de superación y con verdadero enamoramiento. No nos debe preocupar tanto la pérdida de facultades físicas; al fin y al cabo, el hombre es algo más que unas manos, o que unos pies, o que unos ojos, o que unos oídos… El principal órgano del ser humano es el cerebro. Siempre nos quedará la solución de pensar en lo hecho y en lo que queda por hacer y diseñar un plan de acción, y ahí hay un campo infinito. Está bien rodearse de alguien, de tener apoyos; pero lo importante es tener la confianza propia, porque los apoyos siempre tienen sus limitaciones. En definitiva, se trata de vivir, de tener fe en la vida, porque la vida es Dios que llevamos dentro.
Los artículos de Blas, que aparecen en “Apuntes filosóficos”, siempre me han parecido muy interesantes: maravillosos. Cuando por diversas razones he tenido que viajar y estar varios días fuera de mi casa, he llevado impresos sus artículos para releerlos a placer. Esto es algo que debes saber, amigo Blas, para que no dejes de publicar tus artículos, para poder seguir haciendo el bien a muchas personas, como así me consta.
Y vuelvo con el amigo Dionisio para celebrarle su estupendo artículo en el que, a pesar de la seriedad del asunto, no le falta su toque de humor. A propósito, me he quedado con la duda de saber si esa pequeña “maldad” de quedarse con la peseta de la lotería se la confesó al padre Marín; aunque no voy a insistir, porque forma parte del secreto de confesión.
También te envío un estupendo artículo, creo, de un prestigioso doctor en Filosofía, Javier Gomá Lanzón, titulado “Dios rompió su silencio”, publicado en ABC el día 24 de diciembre en la famosa “Tercera” página. Creo que sería muy interesante publicarlo como respuesta a las alusiones que hace Blas a la fe o a la “inconsistencia” de ella: […] En esos momentos, se echa mano de la fe, que quizá fue vacilante durante la vida activa. La fe ha sido para muchos un combate de toda la vida y no una adquisición definitiva. No todos tenemos la fortuna de la fe del carbonero.
DIOS ROMPIÓ SU SILENCIO
La palabra que describe el estilo de Dios en su relación con el mundo es “desconcertante”; ¿quién no ha sentido eso alguna vez?
Cuentan los evangelios que, cuando Juan bautizó a Jesús, descendió una paloma sobre éste, se abrieron los cielos y una voz dijo: “Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco”. Bajo el ropaje de la alegoría, se adivina en esta escena una decisiva intuición, por parte de Jesús, de Dios como Padre. Tras el bautizo, Jesús inicia su ministerio anunciando la llegada del reino. La revelación de la paternidad de Dios y el comienzo de su actividad pública se hallan, pues, estrechamente entrelazados.
Mientras que el Antiguo Testamento muy raramente y solo con muchas precauciones se refiere a Dios con la palabra Padre, Jesús hizo de ella su designación favorita. Más aún, lo invocó como Abba, voz aramea que denota confiada proximidad a Dios, un tratamiento demasiado atrevido y familiar para el judaísmo antiguo. Jesús anuncia al Dios bíblico, pero también a un Dios diferente. Ni el Dios de justicia que bendice a los santos y maldice a los impíos todavía el del Bautista , sino un Padre que se compadece de sus hijos, justos o injustos, y siente una inmensa preferencia por pobres y pecadores.
Jesús, un hombre ya maduro, tiene la experiencia suficiente para constatar el doloroso contraste existente entra la paternidad del Abba benevolente y la cruel injusticia del mundo con sus hijos, que sufren y mueren sin esperanza. Su Padre pronuncia un “no” radical al triste, trágico destino de los hombres. Es esa insoportable discordancia entre el Dios compasivo y la realidad del mundo injusto la que impulsó al galileo a formarse la convicción inquebrantable de que Dios iba a intervenir de forma inminente en socorro de los hombres. Predica el reinado de Dios, una transformación apocalíptica de las estructuras del viejo mundo para acomodarlo a la naturaleza bondadosa de Dios. Mientras sus palabras se remiten al reino futuro, sus acciones muestran sus efectos operando ya en el presente. Las parábolas hablan de la proximidad de un nuevo cielo y una nueva tierra para los cansados y agobiados de este mundo; pero ese acontecimiento futuro se anticipa ya mediante la praxis de Jesús con enfermos y pecadores; a los primeros los cura aliviándoles el dolor; a los segundos los recibe en su mesa; hay que tener en cuenta que la comensalidad, en Oriente, vale por toda una declaración de fraternidad sin necesidad de perdón explícito. El Espíritu que había hablado por los profetas hacía ya siglos que permanecía mudo y el pueblo judío lamentaba la larga lejanía. Ahora iba a actuar de modo definitivo. “El tiempo se ha cumplido y está llegando el reinado de Dios” (Mc 1,15) son las primeras palabras que se han conservado de la predicación del profeta de Galilea.
Ahora bien, el reino no llegó como Jesús predijo, coinciden los exégetas, ni tuvieron lugar los anunciados acontecimientos apocalípticos (Mc 13). Vemos cómo en el Huerto de los Olivos, presa de angustia, todavía imploró la intervención de Dios con su afectiva invocación de siempre, recordándole que, además de bueno, es poderoso “¡Abba! Todo es posible para Ti. Aparta de mí este cáliz” (Mc 14,36). Y, sin embargo, el Dios omnipotente no actuó, no intervino, no lo salvó. Al desmentido histórico de su anuncio le acompañó el aparente fracaso de su misión: Israel rechazó su oferta de gracia. Y, en el colmo de la desolación, su Padre lo desautorizaba a la vista de los hombres, dejando que muriera joven en una forma ignominiosa para la ley judía: “Maldito de Dios el que cuelga de un madero” (Dt 21,23).
Es como si lo que Jesús hubiera aprendido en el bautismo constituyera solo la primera parte de una lección y le faltara todavía la segunda, que solo se le reveló instantes antes de morir: que Dios es compasivo, pero también silencioso y oculto. Y así, el Hijo, que en su juventud “iba creciendo en estatura y en aprecio ante Dios y ante los hombres” (Lc 2,52), en su madurez “aprendió sufriendo a obedecer” (Heb 5,8). En la agonía de la cruz, el profeta gritaría ese porqué interrogante que todavía despierta un eco en los corazones de todos los hombres: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Más que nunca, Jesús fue entonces un eccehomo, figura corporativa de la humanidad doliente.
Dios es Dios y el mundo es el mundo. El mundo es mundano, y esto quiere decir que tiene sus reglas autónomas que Dios no altera. Este es el gran descubrimiento de la secularización, un venturoso fenómeno moderno que proporciona indudables ventajas para la imagen de Dios, porque la exonera de ese sobrenaturalismo inflacionario que quiere ver en casi todas las vicisitudes de la experiencia, desde la victoria militar en las guerras hasta la recuperación de un botón perdido en casa, la intervención de la mano providente de Dios. Dios actúa en el corazón del hombre, no en los hechos mundanos de la experiencia. Dios no intervino en Auschwitz, simplemente, porque nunca interviene en la exterioridad material del mundo, ni siquiera para salvar del patíbulo a su hijo predilecto. Esta conclusión libera a Dios del reproche de arbitrariedad respecto de un comportamiento que, según la hipótesis inflacionaria, interfiere unas veces sí y otras no en el orden de la experiencia, aplicando en ello un criterio de todo punto incomprensible y hasta ofensivo para las víctimas de la injusticia del mundo.
La palabra que describe el estilo de Dios en su relación con el mundo es “desconcertante”: ¿quién no ha sentido esto alguna vez? Moisés guió hasta la tierra prometida a los judíos, pero después Israel fue sometida por los imperios vecinos; Jesús proclamó su gran cambio escatológico, pero el mundo sigue aparentemente igual: los hombres sufren y mueren como antes.
Unamuno solía citar a Senancour: “Si nos está reservada la nada, hagamos que ésta sea una injusticia”. La muerte de un hombre es siempre una injusticia; la de un hombre bueno, una injusticia lacerante; la del galileo un hombre tan perfecto como solo un Dios puede serlo , una injusticia absolutamente insoportable para el Padre, una contradicción consigo mismo. Y, por eso, en un momento culminante de la historia, ese Dios desconcertante rompió su silencio y, por fin, actuó: removió la piedra del sepulcro y despertó a su hijo de entre los muertos. Una acción, conviene destacar, no dentro del mundo, sino a continuación del mundo. Desde entonces, el mundo visible ya no tiene el monopolio de la realidad porque, allende sus fronteras, Dios ha creado para los hombres una esperanza: si ha impedido que se perdiera en la nada el mejor de nosotros, los demás de la especie esperamos seguir algún día el mismo destino. Una nueva providencia para este mundo se hace posible, una que más que alterar el curso de los hechos los convierte (por tristes y trágicos que sean, incluyendo la propia muerte) en ocasión de más esperanza dentro de nuestro corazón. Esta es la Navidad que hoy celebramos. Nuestro viejo mundo, lector perplejo, sigue sin tener solución, pero ahora tiene salida.
Irónicamente, Alfred Loisy escribió: “Jesús predicó el reino y vino la Iglesia”. No es cierto. Jesús predicó el reino y vino la resurrección, consumación definitiva del reino.
Javier Gomá Lanzón
(Publicado el 24-12-2011 en la “Tercera” de ABC).