Un puñado de nubes, y 103

05-12-2011.

 

León tenía lágrimas en los ojos. Llevaba un tiempo que tenía la lágrima fácil. Amalia lo observaba discretamente y también con discreción se le acercó por detrás. Él la presentía como una protección. Y, sin volverse, dijo:

 

—Alfonso. Su carta de despedida. Tiene para todos nosotros.

 

Ante el aire circunspecto de Amalia, León añadió:

 

—Quiere que sus cenizas las lleve a Úbeda para esparcirlas a los pies de algún olivo —aclaró León, pero sin decir nada de la disposición de los bienes. Debía consultar antes con el notario, para evitar falsas esperanzas en la pareja—.

 

—Yo voy contigo —dijo Amalia resuelta—. Si Indalecio quiere acompañarnos, que venga; que cierre el bar por unos días. No vamos a salir de pobres por eso.

 

Tuvieron que incinerar el cuerpo de Alfonso en el crematorio de La Algaba, porque en el cementerio de San Fernando, de Sevilla, no funcionaban desde hacía meses dos de los hornos, y había que optar por la incineración en otros cementerios próximos.

 

Fue un día desapacible. León estaba solo, aguardando. El responsable de la funeraria ‑León había apalabrado un servicio completo y de primera categoría‑ lo llamó a una salita discreta para hacerle entrega de la urna.

 

—Es de cerámica de Triana, como habíamos acordado, con un diseño muy especial —le dijo el empleado—. Debe firmar ahora estos papeles de recepción de las cenizas. Y siento mucho su disgusto —añadió, esperando una propina de León—.

 

Un día después era viernes. Pensó León que ese fin de semana sería el adecuado para viajar a Úbeda y cumplir cuanto antes con la voluntad de Alfonso.

 

Indalecio había colocado en el cierre metálico del bar La Luna un rudimentario cartelito que decía: CERRADO POR DEFUNCIÓN. Algunos clientes creyeron que había muerto la madre de Indalecio y se acercaron a su pisito para darle el pésame, ante la sorpresa de que fuera la propia madre, que creyeron muerta, la que saliera a abrirles la puerta.

 

—Mi hijo está con León. Han ido a Úbeda a enterrar a su amigo Alfonso, ese que vino de Suiza…

 

El taxi dejó a los tres a las puertas del Hotel María de Molina, en la Plaza del Ayuntamiento. León lo había contratado en Sevilla. Al fin y al cabo, era lo que hubiera querido Alfonso. Apenas si eran las cuatro de la tarde. La luz dorada y monacal de la ciudad en otoño, el silencio de la plaza, la tranquilidad del hotel, todo parecía invitar al recogimiento. Se acomodaron y, una hora después, León, Indalecio y Amalia se acercaron a la inmediata Plaza de Santa María. Amalia e Indalecio quedaron sobrecogidos por la belleza de la plaza. León quiso que Alfonso estuviera allí con ellos y llevaba, en la bolsa impermeable que le entregó el empleado de la funeraria, la urna con las cenizas de su amigo. El aire frío de Mágina daba en el rostro de los paseantes. «¡Cuánta paz!», pensaba León. Hacía tantos años que no ponía un pie allí que, inevitablemente, se le saltaron las lágrimas y, dirigiéndose a su amigo Alfonso murmuró: «Este fue durante algunos años nuestro paraíso, ¿lo recuerdas?».

 

 

 

A la mañana siguiente, tras el desayuno (unos ochíos y unas tostadas de pan de horno rociado de aceite virgen que a Indalecio y a Amalia les pareció una exquisitez), llamaron a un taxi y se encaminaron a la Casería del Deán.

 

—Aquí veníamos, de muchachos, muchos jueves. Aquí bebíamos agua, cogíamos majoletos y zarzas silvestres. Él ha vuelto a su mundo. Descanse en paz.

 

Las cenizas cayeron al pie de un viejo olivo cargado de aceitunas. Guardaron un minuto de silencio.

 

—La urna es muy bonita —dijo Amalia, rompiendo la seriedad del momento—. ¿Qué vas a hacer con ella?

 

—No lo he pensado.

 

—¿Te importa que me quede con ella? Podría poner en su interior una maceta, colocarla en el bar. Así siempre, de algún modo, tendríamos presente el recuerdo de Alfonso.

 

—¿No traerá mal fario? —dijo Indalecio—.

 

—No seas supersticioso —respondió Amalia—.

 

En el mismo taxi volvieron a la ciudad, pero no se dirigieron al hotel, sino que León indicó al chófer:

 

—Llévenos a la Safa.

 

—¿A los jesuitas?

 

—A los jesuitas.

 

León se detuvo ante la verja, cerca de la cancela de entrada.

 

 

 

—Aquí estudiamos —les dijo a sus acompañantes—.

 

—¿Esto es un colegio solo? —se extrañó Indalecio de lo monumental del recinto de la explanada—.

 

—Más que un colegio, y eso que los curas ya se han desprendido de mucho terreno.

 

—¡Qué bárbaro! Así, cómo no iba a salir gente como Alfonso y tú —exclamó Amalia—.

 

De pronto, del interior de la puerta principal, salió un grupo de hombres y mujeres, todos ya bien entrados en años. Alegres, bulliciosos como adolescentes, gritones, abrigados. Pretendían agruparse para hacerse unas fotos ante la fachada de la iglesia. León escuchó algunos nombres que le sonaban: Berzosa, Ferrer, Aranda, Molino, Hinojosa, Lara, Sánchez Resa, Rodríguez…

 

—Gente nostálgica —dijo León con la voz velada, pero no se atrevió a entrar—. No volverán a aquellos años… —murmuró—.

 

Y se volvió de espaldas, llorando.

 

Esa misma mañana regresaron a Sevilla. En el taxi de vuelta apenas si hablaron. Todos iban entristecidos y abrumados. Solo Amalia interrumpía a veces el silencio con alguna pregunta o algún comentario. Y, sin saber cómo, soltó la pregunta que León de algún modo, aguardaba:

 

—¿Qué va a ser de la casa y de sus cosas?

 

Los tres sabían a qué se refería.

 

—Supongo que habrá hecho testamento —intervino León, sin afirmar nada—.

 

—¿Tenía parientes? Los parientes en asuntos de herencia ya se sabe… —continuó Amalia, mientras Indalecio guardaba silencio—.

 

—No, ninguno; pero sí, gente muy cercana a él —insinuó León—. Dentro de unos días lo sabremos.

 

A eso de las tres y media de la tarde llegaron a Sevilla. Era el último sábado de octubre. Llovía ligeramente. El taxi se detuvo ante el bar La Luna, donde aún permanecía echado el cierre con el rudimentario cartelito que decía: CERRADO POR DEFUNCIÓN.

 

FIN DE “UN PUÑADO DE NUBES”

 

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