31-01-2011.
Había amanecido un día de perros. Un fuerte viento racheado y una lluvia fría de gruesos goterones batían la casa por los cuatro costados. Dentro de las sábanas, el hombre dejaba pasar el tiempo. Había conectado el radio—reloj de la mesilla de noche. Las noticias le llegaban amortiguadas por la calidez de los cobertores. Sin embargo, aquel era su día. Un día determinante. Estaba algo nervioso. La cita era a media tarde. Aún quedaban muchas horas por delante. Alzó la cabeza, la giró y comprobó que eran ya las nueve y siete minutos de la mañana. Tenía tiempo de sobra antes de recibir la llamada de su hija para hacerle las mismas preguntas y recomendaciones de todos los días: «¿Qué tal has dormido, papá?; ¿te encuentras bien?; ¿necesitas algo?; que comas, que te abrigues, que no te vayas a enfriar, que luego ya sabes lo que pasa…; no te excedas con el Rioja; si tienes ropa sucia me lo dices y me paso esta noche; los niños están bien: en el colegio; yo, como siempre: luchando; acabo de venir del mercado». Ella no sabe nada de la cita, ¿para qué? ¿Y si no resultaba nada de la misma?