Un puñado de nubes, 01

 

31-01-2011. 

Había amanecido un día de perros. Un fuerte viento racheado y una lluvia fría de gruesos goterones batían la casa por los cuatro costados. Dentro de las sábanas, el hombre dejaba pasar el tiempo. Había conectado el radio—reloj de la mesilla de noche. Las noticias le llegaban amortiguadas por la calidez de los cobertores. Sin embargo, aquel era su día. Un día determinante. Estaba algo nervioso. La cita era a media tarde. Aún quedaban muchas horas por delante. Alzó la cabeza, la giró y comprobó que eran ya las nueve y siete minutos de la mañana. Tenía tiempo de sobra antes de recibir la llamada de su hija para hacerle las mismas preguntas y recomendaciones de todos los días: «¿Qué tal has dormido, papá?; ¿te encuentras bien?; ¿necesitas algo?; que comas, que te abrigues, que no te vayas a enfriar, que luego ya sabes lo que pasa…; no te excedas con el Rioja; si tienes ropa sucia me lo dices y me paso esta noche; los niños están bien: en el colegio; yo, como siempre: luchando; acabo de venir del mercado». Ella no sabe nada de la cita, ¿para qué? ¿Y si no resultaba nada de la misma?

Al hombre, sin saber por qué, dentro del sopor cálido de la cama y arrullado por el murmullo de las voces de la tertulia radiofónica, se le vino a la mente el recuerdo de aquella primera cita, tan distinta. Estaba entonces en la Facultad, se había acabado la hora de Lingüística General y estaba recogiendo los apuntes que había tomado. Frente a él estaba.
—¿De qué pueblo eres? —le preguntó—.
Quedó sorprendido. ¿Tanto se le notaba su condición de pueblerino? ¿Acaso lo delataban su ropa, sus modales, su torpeza? Ni siquiera se detuvo a contemplar la mirada chispeante y la sonrisa abierta y desenfadada que dejaba entrever dos filas de dientes pequeños y bien alineados dentro de los labios delgados y firmes de la muchacha. Permaneció tímidamente entretenido con los folios y la carpeta negra.
—De Valdelduque —respondió resignadamente—.
—Yo soy de Montealto, qué casualidad, no están tan lejos.
Fue entonces cuando desapareció el sentimiento de culpa y levantó su cara y pudo comprobar que aquella muchacha no era hermosa pero sí agradable y poseía una voz musical y limpia.
—Me llamo Amalia —dijo—; te espero en la cafetería de la Facultad y tomamos algo, ¿hace?
Amalia se dio la vuelta y abandonó la amplia y anticuada sala de clase. Sin duda era una chica desenvuelta. A él no le dio tiempo a decirle que se llamaba León, un exagerado nombre para un muchacho como él: con tan poca presencia de cuerpo y de ánimo.
La buscó con la mirada en el bullicio ahumarado de la cafetería. En una mesa, casi al fondo, cerca de una de las ventanas que daban al falso tejadillo del Departamento de Latín, Amalia, al verlo, alzó la mano para llamarle la atención e indicarle que allí, junto a ella, había una silla libre.
Él había pensado que su primera cita ocurriría de una manera más… íntima, aunque nunca se había puesto a cavilar cómo debía ser. Mirándolo bien, incluso ni siquiera se había imaginado aún cómo habría de ser eso de estar a solas con una muchacha, mirándola a los ojos, tomándole las manos, acercando sus labios. Desde luego, en un ruidoso espacio como el de la cafetería nunca se le hubiera ocurrido.
—¿Vas a tomar un café? Yo te invito. ¿Solo o con leche? —y se levantó resuelta a la barra, se hizo un hueco y pidió al camarero—. Un manchado con poco café.
Sin embargo, la cita que iba a tener aquel día lluvioso y de viento áspero era bien diferente. Ya, a su edad, debía ir con los pies de plomo. Su hija no sabía nada y su hijo menos. Éste vivía fuera y lo llamaba una vez a la semana, siempre los domingos a la misma hora y hablaban durante diez minutos sobre las mismas cosas.
Aquella misma tarde, después de la cita, su vida podía tomar un rumbo diferente.
***

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