28-09-2010.
Por eso, cuando llegó la flota de Dion el ateniense, que en su ruta hacia occidente hizo escala en Paros, el consejero creyó oportuno elegir de entre los efebos de la isla a cuatro que fueran a darle la bienvenida y a ofrecerle la hospitalidad de nuestra tierra. Duro golpe fue para Melanipo, el hijo de mi padre Crises y su esposa Dica, que, siendo de las más antiguas familias, creyó que sería elegido para portar las cráteras de los auspicios y ofrecerle así al general vino joven y afrutado de la última cosecha. El informe de Elfiates fue decisivo ante el consejero. Y de la casa de Crises se me eligió a mí. Dica, sin poder soportar aquel desaire, no quiso figurar en la tribuna de los honorables.
Los collares de flores de anís, trenzados, los llevaba para ofrecerlos a Dion un tal Ibico, que era de más edad que yo, y más alto, y hermoso como el hijo de un dios, siendo además el primogénito de una familia de comerciantes de lanas que procedía del lado oriental de la isla y había sido educado en la escuela de Hepimodes el Calvo, un antiguo hoplita herido en más de doce batallas, que había abierto la más antigua escuela de esgrima del lado aquel de la isla. El agua para las abluciones debía llevarla Foco, mi compañero, huérfano del médico Palamedes, pero se hirió un día antes de la llegada de la flota con una concha en la playa y la herida le hacía cojear visiblemente, por lo que fue sustituido por Peleo, “el Citarista”. Para portar los vasos se eligió también a otro discípulo de Hepimodes, un tal Hebrías, rosado como una doncella, pero al que el bozo oscuro empezaba a ensombrecer el rostro, y con una sonrisa tan fresca en sus labios que asomaban sus dientes como una hilada de perlas perfectas recogidas de las profundas aguas de los mares cálidos.
Desde las murallas altas, bajaron primero dos nobles de los de más edad, un representante de la magistratura y las doncellas que cuidaban del santuario. Los músicos nos precedían. Encabezaba el cortejo un grupo de flautistas de la escuela de Pariades, “el Joven”, que había estudiado durante cinco años con Argémides de Irea; a continuación, los párvulos de las más ricas familias; luego, un cuarteto de tañedores de panderos, venidos de los bosques de encinas; detrás de ellos, iban las doncellas, que abrían paso a los magistrados y a los nobles ancianos; y los efebos cerrábamos la comitiva. Debíamos pasar por delante de la tribuna de los honorables entre los que se encontraba mi padre, sin Dica; y yo, al desfilar ante él, lo miré con rencor y orgullo, y seguí adelante aliviado y feliz.
El puerto estaba lleno de curiosos y desocupados venidos de toda la isla y de otras cercanas. Los había que hicieron el camino durante la noche y eran del poniente, con sus pieles de cabra cubriendo a medias sus torsos desnudos, que más parecían barbados que ciudadanos, y que no dejaban de entonar canciones provocativas, como aquella que gritaban: «Si la muchacha huye de entre tus piernas / apáñate una cordera de dulces ubres»; otros habían dejado las cuchillas de cardar la lana, los peines de huso de cabra; las hiladoras de lino llevaban las pelusas aún en los cabellos; los taberneros, con su olor a vino pasado, aguardaban las posibles ganancias del acontecimiento; los tahoneros de semana, que habían finalizado las últimas hornadas de pan, aparecieron con las caras espolvoreadas y los brazos arremangados, luciendo los restos de masa entre los vellos. Se les fueron uniendo las muchachas ociosas con sus risas provocadoras, que resonaban en el aire tranquilo; los niños con sus maestros, pues no siempre se tenía la oportunidad de ver a un general de Atenas, casi un hijo de Zeus; los herreros con la frente tiznada y las cejas chamuscadas. Las hetairas de Paros y otras de las islas cercanas, de todas las edades, aparecieron en pequeñas embarcaciones engalanadas, desde el mar, formando una estela de perfume agrio y vivos colores, como acompañando la gloria viviente del general Dión, esperando engordar sus faltriqueras con la ayuda de los soldados y los habitantes de los puertos que tocaba la flota ateniense. Desembarcaron y se colocaron en el espigón del muelle, chapoteando con sus piernas desnudas en el oleaje que se rompía muy mansamente entre las piedras, como animando a los guerreros y a los patrios a tomar sus cuerpos antes de entrar en combate, y así estarían protegidos de la muerte.
Con todas sus galas apareció el general Dion en la proa de su navío. Con un yelmo emplumado y reluciente, igual que si un astro hubiera descendido sobre su cabeza. Se cubría el pecho con un corselete de cuero grapeado de clavos de plata estriada, las hombreras repujadas de metal y unos guanteletes que le llegaban hasta el codo. Los brazos cruzados al pecho, en señal de saludo, las piernas firmes, algo separadas y enfundadas en defensas de metal y una espada al cinto que parecía un rayo o una serpiente de oro. Las muchachas enmudecieron ante aquella aparición gloriosa y muchas lo desearon. El pueblo lo aclamó con gritos de entusiasmo y vítores.
El cortejo llegó hasta el espigón donde estaba fondeado el navío. Resonaron más fuerte los panderos. Las flautas llenaron el aire de dulces melodías, los párvulos gritaban cánticos de bienvenida, sin saber lo que encerraban aquellas palabras, y las rameras vociferaban como pajarracos desconcertados, provocando al mismo tiempo a los soldados y a los artesanos.
Los venerables se acercaron al general ateniense. Dion descubrió su cabeza, sacudió su cabellera y apareció su rostro con la arrogancia de un cíclope, mucho más regio que Pélope, hijo de Tántalo, como si fuera un centauro marino o un general de Poseidón. Su cabeza permanecía nimbada por una aureola de oro rojizo que el ocaso le regalaba, destacando un mechón hirsuto y cano que le nacía en la frente misma y le partía la cabellera en dos mitades enllamaradas. En su mano lucía su penacho de aves de oriente. Me pidió el vino de mi crátera y me miró a los ojos. Comprendí lo que pasaba por su pensamiento.
Aquella noche Ibico, Hebrías y Peleo la pasaron a bordo, en brazos de Dion. Yo prefería la compañía de compañeros más jóvenes y menos endiosados, que proba ron conmigo por vez primera los deleites de la ebriedad. Y me amaneció, nunca he llegado a saber cómo, entre las piernas de Diorita, la puta más vieja de la isla de Paros. De la que hui ante su risa desdentada.
Por eso sé que las guerras empiezan y acaban con el cansancio del amor.