Y un burro también

10-09-2010.
Ya de adulto, de nuevo me mordió otro animal. Esta vez fue un burro, y en el mismo camino en el que lo hizo el perro: en el Camino del Regajo.
Había comprado un olivar y, un día de primavera muy soleado, ya algo caluroso me dirigí allí. Pasé San Antonio y el sitio en que de niño me mordió el perro de mi anterior narración y me acordé de aquel momento.
Enfilé hasta la consultora, bajé el pedregoso camino y vi el olivar que mi padre tuvo arrendado. Bebí agua en un calzadizo que había en el camino, que se veía manar de la tierra y que, en los años de abundantes lluvias, solía aparecer.

Un poco más allá, vi pastando a un burro que enseguida conocí: era el de mi suegro. Ese burro era joven. Lo había comprado hacía poco, porque tenía unos tercios fuertes y creyó que era apropiado para la carga, para traer fruta, en los veranos, de los pueblos de la sierra. Pronto notamos que la carga a él no le iba, pues había otro burro ya viejo al que le ponía doce o catorce arrobas de melocotones en la provincia de Granada y llegaba a Úbeda con ellos cargados y sin descansar. Incluso si le echaba pienso, comía cargado. Al burro joven no le podía cargar más de ocho arrobas. Luego, fue dando a conocer cualidades malísimas. Un día en que mi suegro se lo llevó al campo, al intentar ponerle el bozal no lo dejaba y, alzando las manos y con la boca abierta, derribó al viejo e intentó morderlo. Pidió auxilio y… gracias a que había unos trabajadores cerca que lo socorrieron, si no… hubiese pasado algo grande.
Cuando vi el burro, me dije: «Por aquí habrá alguien de la familia»; y así fue. Por una camada, subía cargado con su esportón de hierba, mi cuñado Antonio. Me alegró verlo; a él igualmente le pasó. Le dije que iba a ver las olivas del arroyo de Santo Domingo, a ver cómo estaban de cañamón. Dejó la carga junto a un montón de hierbas que anteriormente había subido. Me dijo que le ayudara a cargar, aparejó el burro, le echó el serón y procedimos a cargarlo.
—Tú coge de aquí la espuerta —me dijo— y vamos a echarla arriba.
Me agaché y, en ese momento, sentí en la cara, en el oído izquierdo, un golpe, un profundo dolor. Instintivamente me llevé la mano a la cara. Ya en el suelo, la retiré y vi que estaba ensangrentada.
Yo no tenía conciencia de lo que me había pasado. Mi cuñado, que se dio cuenta de lo que pasaba, cogió una estaca y le dio palos hasta que lo retiró. Me miró la cara y vio cómo me había hincado los dientes en la mejilla, y la oreja me la había partido. Me puso un pañuelo y esperé que él cargara, para venirnos los dos.
El oído siniestrado lo tenía enfermo. Cuando estuve en la mili, un día, bañándome en la playa de Valencia, me entró agua en el oído y esa noche me dolió mucho. Después empezó a supurarme. Fui al médico y me dijo que tenía el tímpano perforado. Así pasé varios años y por esas fechas me estaba supurando de nuevo.
Por el camino sentía agudos dolores y unos ruidos muy grandes en el oído. De pronto, sentía como si tuviera un altavoz en la oreja y después se quedaba sin audición. Me encaminé a la casa de socorro a curarme. A mi cuñado le encargué que no dijera a su hermana nada para no alarmarla. Me curaron y me cubrieron media cara de gasas y esparadrapos. Subí la calle Don Juan, me encaminé por la calle del Paraíso a la calle Minas que era donde yo vivía. Al final de dicha calle, vi a un grupo de niñas jugando, y entre ellas mi Ton¡, que tendría unos cuatro años. Cuando me vio, se paró delante de mí y me miró extrañada. Al ver la cara que llevaba me preguntó:
—¿Eso qué es papá?
—No es nada; es que me ha mordido el borrico.
Ella cambió de semblante y con cierta alegría y orgullo se volvió a sus amigas, que habían formado un corro, y les dijo:
—Es que a mi papá le ha mordido un borrico.
Yo no pude contener una sonrisa…

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