El reservorio

Donde se ponen las medallas, en el lado izquierdo del pecho, por encima del corazón, me han colocado una grande, redonda y profunda ‑bajo la piel‑ como chips de alienígena o micro emisor de agente secreto norteamericano. Un pequeño paso para la Humanidad y un gran paso para mí.
Fue en agosto de 2010, a las 5 horas lorquianas, con 43 grados de sol y lástima.

Unos macarrones estuvieron a punto de impedir la impuesta. El móvil sonó a las cuatro de telenovela colombiana. Vuelo a Granada, la de la pena de ser ciego. Me colocaron en la muñeca una pulsera identificativa y me encontré, sin saber muy bien cómo, desnudo, con una bata verde encima y unos patucos.
—Soy canario —me dijo el anestesista—. He quitado el aire acondicionado, así que si tienes calor te destapamos la cabeza, aunque el aire no tiene huesos y entra por todas partes.
—Gracias.
Con la mano del gotero pude correr un palmo la tela que tapaba mi cabeza y conseguí respirar mejor y, sobre todo, ver un trozo de techo.
Estoy en cueros y así me siento por dentro y por fuera. Soy un número en una pulsera y una carne a rajar y manipular. A mi alrededor hay máquinas que pitan, pilotos de colores que lucen, rayos que atraviesan estancias, gomas que inyectan líquidos variados que atontan el pensamiento ya apocado y escondido de antemano.
—Esto es un momento —dice, acostumbrado, el cirujano, como quien se come el bocadillo de la merienda—. Un pequeño corte, un catéter a la vena subclavia ‘bajo la clavícula’, el reservorio instalado, unos cuantos puntos de sutura y listo.
El momento duró 37 minutos, que viví segundo a segundo, siguiendo las agujas del gran reloj que colgaba de una de las blancas paredes del quirófano. Mientras, pude oír los requiebros cómplices entre el anestesista y la joven enfermera, cuando el cirujano metía mano —hasta el codo, pensaba yo— en mi onza de carne de mercader veneciano, sin importarle, en este caso, derramar sangre.
—¡Esa máquina ya no pita! —casi grité de inmediato aunque tenía la voz cortada—. Me duele el pecho.
—Estamos terminando —me dijo la sonriente enfermera, mientras alejaba el aparato de rayos X—. Estás preparado para 2 500 “chutes”.
En terminar, tardaron otros quince minutos de vellón.
—Estoy “apimplanao” —me dije en voz alta, aunque sólo yo me oyera—.
—Ahora te tomas una Coca-Cola y verás cómo te reanimas —me dijo muy convincente el anestesista canario, juguetón donjuán—. Es muy difícil ser buen maestro —terminó diciendo, y que guardaba buenos recuerdos de su maestro—.
—Es difícil ser buen maestro —le dije resignado—.
El que mandaba allí en la habitación dejó de hurgar, por fin, en mi pecho y, después de pedir aguja e hilo del 2.0, pronto se fue a rellenar unos papeles.
El anestesista, que siempre anduvo entrando y saliendo porque, al parecer, estaba ocupado con varios “rajaos” a la vez, me dijo que me llevarían un rato a la UVI para reanimarme y observar mis constantes.
La enfermera, que ya pude ver que era rubia porque se quitó la cofia, no llegó a nada concreto con el “plátano canario” y no por falta de ganas; creo que, a estas horas de agosto, se le abren las compuertas a cualquiera. Hasta a mí me estaban volviendo las calores. Me quitó el gotero y cerró la vía venosa con consecuencia (fruto de la mala querencia) de un derrame de sangre, cuyos efectos negro‑amarillentos aún hoy pueden contemplarse en mi contra codo.
Llamó al celador por el telefonillo interior y, a grito “pelao”, la oí decir rutinaria:
—¿Familia de Enrique Hinojosa?
Agosto de 2010.

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