23-08-2010.
A los perros siempre les he tenido un no sé qué, y aún se agudizó más a raíz de un mordisco que me propinó un perro en el carrillo izquierdo de mi trasero. Tendría yo unos diez o doce años cuando aconteció ese percance.
Tenía mi padre un olivar en arriendo en el Camino del Regajo. Una tarde de primavera que invitaba a pasear, mis padres decidieron ir a ver cómo estaban las olivas de muestra y me dijeron que les acompañara. Yo rehusé acompañarles, pues alegué que iba al cine de matiné en el Ideal Cinema, ya que echaban una película de Any Ondra que a mí me encantaba. Insistieron más y, al ver mi negativa, se marcharon.
Pasado un rato, cambié de opinión y salí corriendo para ver si los pillaba. Atravesé el pueblo, cogí el camino de las Montalvas, pasé por detrás y enfilé el camino que va a San Antonio. Ya en lo alto, vi a mis padres que llegaban a la consultora. Di varias voces, pero no me escucharon pues, en línea recta habría más de ochocientos metros. Pasé las ruinas de lo que fuera convento de San Antonio, tomé el empinado camino que sube a la consultora, todo corriendo y jadeante. Vi más arriba una cuadrilla de escardadores en un sembrado de trigo que había en la margen izquierda y observé un perro que había en el hato. No me gustó nada, pensé volverme, pero seguí con precaución y me subí al padrón que había a mi derecha. El perro me vio mejor y salió, ladrando, a mi encuentro. Salí corriendo, creyendo que no me alcanzaría; pero el perro, como una flecha, subió el padrón y allí me alcanzó. Yo, corriendo y llorando, sentí un agudo dolor en mi trasero. El perro mordió y soltó, pues si no lo hubiese hecho así, no sé lo que hubiese pasado. Los escardadores, que vieron la escena, acudieron enseguida y me limpiaron la sangre con un pañuelo y al perro lo ataron con una cuerda. Yo, llorando, dije que me iba con mis padres que estaban en el Regajo. Cuando llegué al olivar, mi madre, que tan fina era y todo lo escudriñaba, me dijo que por qué había llorado. Ya antes de llegar me limpié las lágrimas para ver si no se daba cuenta. «¡A ti te ha pasado algo!», me dijo. Yo lo negué. Ella vio que por los pantalones cortos salía el pañuelo que me habían puesto en forma de venda. Ya no pude negar nada. Me bajé los pantalones y me vio la herida.
Al enterarse con detalle de lo que me había ocurrido, enseguida nos volvimos y llegamos al tajo donde estaban les escardadores. Mi padre habló con ellos y quedaron en que me llevarían al médico forense y harían los trámites para que el perro lo pusieran en cuarentena, por si padecía esa enfermedad que por entonces se prodigaba mucho: la hidrofobia o rabia. Al día siguiente, mi padre me llevó al forense, que era don Mercurio La Fuente, que vivía frente al Ideal Cinema, junto a los ya desaparecidos portalillos en los que, encima de su entrada, había una hornacina con no sé qué santo. Yo ya conocía a don Mercurio, pues muchas veces había visto su acharolado coche tirado por un caballo negro y, en su pescante, su cochero de uniforme con su látigo en la mano. Sus visitas a los enfermos siempre las hacía así. Ese doctor, físicamente estaba tarado, pero eso no le impedía que vistiera con una pulcritud muy grande. Era elegante a pesar de que no tuviera tipo para presumir. Detrás de su coche llevaba un hierro largo con una fila de punzantes clavos que, creo yo, serían para impedir que los niños se colgaran en él, pues había desvergonzados que al pasar le cantaban: «Un, dos, tres, ¿quién…? El médico, la gibeta, que viene a por la peseta de la visita de ayer». Entramos a su consultorio, yo con mucho miedo y más aún me dio cuando, encima de su mesa, vi una calavera que parecía mirarme con sus cuencas vacías. Me arrimé lo que pude a mi padre. La visita fue breve. Le dijo a mi padre que me subiera al Hospital de Santiago y que me curara Paquillo, el practicante. Subimos al hospital y, en una sala, encontramos a Paco que, con carrito lleno de botes y herramientas, estaba curando enfermos. Le preguntó a mi padre:
—¿Qué le pasa al mozo?.
—Pues, mire; un perro le ha mordido en el culo.
—Que se baje los pantalones.
Me los bajé y procedió a quitarme la venda que mi madre me puso la noche anterior.
Yo nunca había tenido ocasión de tratar con médicos ni practicantes pues, cuando me hacía un desollón en la rodilla o en los codos, o en alguna parte de mi cuerpo, mi madre, con su bendita saliva, me curaba y me despegaba con cuidado y mimo para que no sufriera dolor. Me quitó la primera vuelta de la venda, y la segunda, y la tercera. Yo creía que me iba a hacer lo que hacía mi madre, pero no fue así. La venda estaba pegada a la carne y la quitó con prontitud, dando yo un profundo «¡Ay!», que salía de todo mi ser.
Me curó sin que yo dejara de hipar y lagrimear. Le preguntó a mi padre:
—¿Y el perro, dónde está?
—En Los Viejos —contestó—.
El perro murió en Los Viejos, no de rabia; sería más bien de hambre. Tuve ocasión de ver, por las rendijas de la puerta, escenas atroces, cuyos protagonistas eran los perros.
Yo nací en la calle Alta de El Salvador, en la primera de las dos casas iguales que hay a mano izquierda, justo detrás de esa bonita casa que Úbeda presentó en Tal como somos el pasado año, y cuyos anteriores dueños fueron la familia del Tonto Pillo. En ese barrio pasé mis primeros años de vida y lo conocía palmo a palmo. Mis juegos los hacía en las eras, en los miradores, en el paseo bajo. Desde mi casa se podían escuchar los lastimeros aullidos de los pobres perros, cautivos en Los Viejos.
Un perrero iba por las calles y a todos los perros vagabundos, si podía, con un palo o una garrota ‑con un lazo de alambre en la punta‑, les enganchaba la cabeza y ya los pobres animales no podían soltarse, aunque dieran saltos y aullidos. A veces, arrastrando, si eran grandes, los metían en un carro con unas jaulas de hierro y los llevaban a Los Viejos. Allí, si el perro no tenía amo o alguien que se interesara por él, cuando pasaban unos días y no se había muerto de hambre, procedían a su ejecución. Yo vi muchas de esas escenas. A la entrada de la puerta, a su izquierda, había como un cuadro de madera que tendría un metro y medio de alto, en cuyos laterales había varias garruchas; y de cada una de ellas pendía una cuerda de cáñamo algo gruesa con un lazo escurridizo en un extremo. En ese lazo introducían la cabeza del pobre animal, daban un tirón y el perro empezaba a patalear. Cuando estaba un poco alto, llegaba un hombre con una maza, de esas que había antiguamente para machacar esparto, y le daba un buen mazazo en la cabeza. Ahí acababa la vida de un pobre perro, para el que de pequeño todo eran mimos y de mayor todos lo abandonaban.