13-03-2010.
Cuando empezó mi desarrollo corporal, se me incubó una grave enfermedad muy en boga en los años 39 y 40: la tuberculosis. Vi cómo muchos muchachos, amigos y conocidos, sucumbieron. Todo motivado por la escasez de alimentos. Un organismo que se está formando y no recibe lo necesario para su desarrollo, naturalmente es campo abonado para la enfermedad.
Mis fuerzas me abandonaron. Me cansaba con el menor esfuerzo. Veía cómo mi vida se iba apagando. Dejé de trabajar. Mi madre me llevó al médico de la beneficencia. Le dijo que no tenía fuerza en la sangre, y que me alimentara. ¡Qué dilema se le presentó a mi madre! Mi padre parado, pues al ser panadero y estar tres meses sin pan, no trabajaba. Mi hermano José, enrolado en la Legión Francesa. Mi hermano Juan, en un campo de concentración en Málaga; y yo, el único que trabajaba, no podía hacerlo por falta de salud. ¡Cuántas veces vi a mi madre llorar en silencio y a hurtadillas para que no la viéramos! Hoy, que casi todo lo comprendo, sé que en el cielo estará gozando de ese descanso eterno que tan merecido tenía.
Muchas veces, en el transcurso de mi vida, a Dios le he preguntado: ¿Por qué en aquellos tiempos no me llamó a su presencia? ¿Qué representaba yo en este mundo, mi insignificante grano de arena comparado con la inmensidad de los océanos? En el transcurso de mi vida he visto que la justicia y el proceder de Dios no es corno el de los hombres. Dios premia, Dios castiga, pero de forma muy diferente al premio o la justicia humana.
Mi enfermedad seguía su curso a peor. Mi jefe, Pepe Biedma, me dio una carta de recomendación para su buen amigo y antiguo médico de la Remonta, donde hizo su servicio militar, don Ángel Cámara. Mi hermana Mariana me llevó, y me atendió muy bien, y más, tratándose de quien me había recomendado. Me desnudé de medio cuerpo para arriba a instancia suya. Me puso las gomas, como corrientemente decimos, me hizo varias preguntas y procedió a ponerme los rayos X. Unos rayos primitivos que para mí era la primera vez que me los ponían. Creí que era lo más moderno. Consistían en una bandeja de cristal que me la puso en el pecho y vio con exactitud mi enfermedad. Me mandó diez inyecciones de Orosamil y otras de calcio, y recomendó que reposara cincuenta días sin moverme de la cama. Además, que bebiera mucha leche y comiera muchos garbanzos. Dos cosas que en aquellos tiempos de escasez tan difícil estaban. Bueno, lo que faltaba era el dinero para adquirirlos. Mi padre no trabajaba. La leche costaba una peseta el litro. Otro dilema más que mi madre habría de resolver. No sé la forma de que se valía para que no me faltasen dos litros de buena leche de vaca diaria, que a mí me sabía a gloria y que era la que me daba vida.
Mi tía María, hermana de mi madre, vivía en la misma casa y no tenía hijos, a pesar de haber estado bien casada dos veces. Ella se encargó diariamente de darme un plato de comida caliente, en particular de garbanzos en cocido o arroz con patatas. Eso para mí era otro incentivo para recuperar la salud. Mi tía María, q. e. p. d., era una mujer muy guapa, alta, fuerte, esbelta, muy trabajadora, muy desarrollada. Se casó cuando sólo contaba catorce años, y ni en su primer matrimonio, ni en el segundo tuvo hijos. A pesar de su fortaleza física, tenía la sensibilidad de una niña. Cuando escuchaba algún relato o algún caso de pena o tristeza, las lágrimas le brotaban abundantemente. Ni admitía, ni consentía en su presencia un abuso o injusticia, y en mí se marcó la promesa de que no me faltase el caliente diario.
Sufrió en los últimos años de su vida esa otra enfermedad azote de la humanidad: el cáncer. Vio con pena y sufrimiento cómo le extirparon un pecho y resignadamente lo afrontó hasta que Dios la acogió en su seno en el verano del año 1944, cuando yo hacía mi servicio militar en Valencia, en el Campamento de Bétera. Cuando recibí la carta de mis padres, anunciándome la mala nueva, sentí como que me habían clavado algo en mi corazón. No me lo creía. Me salí del campamento y fui a refugiarme bajo unos algarrobos de los muchos que por allí había. Leí de nuevo la carta. Me brotaron las lágrimas en abundancia; no pude evitarlas. A pesar de mi pesar, sentí alivio y desahogo al llorar. Miré al cielo y me parecía verla o quería verla. Esa noche tuve imaginaria en las cuadras o enfermería de animales (pues era el Hospital de Ganado de la 3.ª Región Militar). Era la tercera. Su recuerdo no se me podía olvidar, y con los únicos testigos animales enfermos sufriendo, pero sin comprender, de nuevo me desahogué llorando, deseando ver su imagen en cualquier rincón del establo. A pesar de que siempre he sido miedoso, esa noche iba a los más recónditos y oscuros rincones con ese deseo de que se me presentara y hablarle.
Mi enfermedad seguía su curso a mejor. Cuando pasados los cincuenta días de inmovilización en la cama fuimos de nuevo a la consulta de don Ángel, me costó algún trabajo andar, pues las plantas de los pies, de la inmovilidad durante ese tiempo, se me habían reblandecido y me dolían. Se alegró mucho.
Me encontró cambiado: había engordado, arreciado y mejorado en todos los aspectos. De nuevo me dijo que tenía que seguir en cama otros treinta días más. El estar tanto tiempo en cama fue un suplicio para el enfermo y los familiares. Yo, había veces en que me desesperaba. Mi madre siempre me acompañaba y me daba ánimos y fuerzas para seguir aguantando y no sé de dónde las sacaba para seguir en la brecha, con tantos problemas como tenía: el paro, la escasez de todo, mi enfermedad, sus hijos tan lejos de nosotros. Después supe que había vendido todo lo que en mi casa había de valor, que era muy poco, hasta la lana de los colchones, para que a mí no me faltase esa leche que a diario tomaba.
En la cama, los días se me hacían interminables y las noches parecían que no terminaban nunca. Desde mi lecho, oía tocar las campanas de Santa María, a misa, a oraciones, a difunto…, y me fui aprendiendo todos los toques y su significado; pues si eran tres clamores, era un hombre el que había dejado este mundo, y si eran dos, era una mujer. Las glorias eran para los niños, pues consistían en un repiqueteo continuado. El esquilón de la torre del Salvador también me alegraba la mañana con su media hora de continuo balanceo. Cuando la mañana ya había entrado, pasaban diariamente un sinfín de vendedores ambulantes pregonando sus mercancías, A mí, desde mi cama, todo eso me servía de distracción. Aquel hombre que, a diario, pasaba y que trabajaba el alambre y con su bonita voz pregonaba: «¡Llevo parrillas dobles y sencillas, las alambreras para los braseros baratas!». O el tuerto de los trapos, con su saco a la espalda, acompañado de su hijo Blas, con su vista torcida pregonando: «¡Trapos, pellejos, alpargates viejos!». O la ciega aquella que, tantas veces, yo le había cambiado suelas de alpargata o alguna piel de conejo por unas algarrobas que tan dulces estaban para mí. Su pregón con acento lastimero decía: «¡Ya está aquí la ciega hoy, llevo de “too”, de “too”, pero vista no!». No comprendía yo cómo aquella mujer detectaba las suelas de las alpargatas de cáñamo, yute o esparto con tan sólo pasarle una navaja por la planta. Llevaba cadejos de hilo de la golondrina, blancos y negros, alfileres, imperdibles y espejos con el marco en amarillo y un sinfín de chucherías, que las mujeres cambiaban por trapos. En aquel tiempo, llovía más que hoy y se prodigaban bastante los que arreglaban los paraguas. Su pregón era: «¡Arreglo los paraguas y compro los paraguas!»; otros: «¡Arreglo los paraguas y sombrillas!». A diario, sentía cómo el carbonero llegaba de casa en casa. Él no llamaba en el portal sino que daba una voz: «¡María, el carbón!». Más abajo, casa Carmen, ofrecía de nuevo su mercancía, y así por toda la calle. O aquel candelero, con su cara tiznada como un guineano, que, con potente voz, decía: «¡Candela de monte, a real el celemín!», mientras caminaba calle abajo con el ronzal al cuello y calzado con unas abarcas y peales. Así transcurrían los días. Todo eso me servía de distracción, y la presencia de mi madre, que, en mi egoísmo, quería que estuviera siempre junto a mí y para mí…
Aquel ibreño, con su espuerta de pleita a la espalda, hacía su pregón de esta manera: «¡Orégano y alhucema, manzanilla de la sierra! ¡Llevo el poleo, el abrótano macho para el pelo!». A diario, y siempre de mañana, me alegraban al amanecer el retintín de las campanillas de las dos burras que el “Nevado” tenía, para vender su leche. Las burras iban muy aseadas, con un ancho collar de cuero avellana, del cual pendían varias relucientes campanillas, encargadas de alertar a la clientela. Su lomo iba cubierto con una especie de jaima. La leche estaba indicada para ciertas enfermedades relacionadas con la escasez de apetito y la desnutrición. Él, con habilidad, las ordeñaba en el mismo vaso de cristal que la clienta le alargaba. Yo de esa leche no tenía necesidad de tomar, pues me sobraba el apetito. De noche, y dado lo poco que dormía ‑y así sigo‑, sentía todas las horas que el reloj de la plaza daba y repetía. Además, resultaba que el alcalde de Úbeda era don Alfonso Rojas, antiguo militar retirado y muy amigo de conservar las tradiciones, instituyó la antigua costumbre que tenían los serenos de dar la hora y el parte meteorológico en todas las encrucijadas y repetirlas por varias veces y calles.
Decía así:
«¡Ave, María Purísima!
Las doce han dado y sereno
(o nublado, o lloviendo, según hiciera el tiempo).»
Las doce han dado y sereno
(o nublado, o lloviendo, según hiciera el tiempo).»
Entonces, no tenía televisión, ni radio. Al dormir poco, estaba bien informado del tiempo que hacía, aunque a mí de poco me servía. El sereno que teníamos en nuestra parroquia de Santa María, de donde yo era feligrés, era Luisillo, el “del petróleo”, que tan popular era cuando vendía, con su burra, aceite por las calles. No era muy alto y patichorlo; lucía en su labio superior un buen mostacho negro. Me mejoré gracias a las personas que me ayudaron en el proceso de mi enfermedad, a mi madre, cuyas lágrimas algo servirían de testimonio ante el Sumo Hacedor, y a mis oraciones, que a diario recitaba con mis labios, pero que salían de lo más recóndito de mi corazón.
Me incorporé a mi trabajo, aunque lo hacía con ciertas limitaciones, pues mi enfermedad había sido de primera. Ya trabajando, me salió un acceso en la garganta, encima del corazón.
Don Julio Corzo se encargó de extraer el líquido, por detrás del cuello, con una aguja tan grande como las que yo usaba para coser las albardas. Lo confieso: yo, de verme en sus manos, no experimenté dolor alguno. Todas las inyecciones, que fueron muchas cajas, me las puso Juanito, el “Practicante”. ¡Con qué gracia y maestría las ponía! Era un hombre superdotado. Cuando me vio el acceso, me mandó una medicina natural, compuesta con los rayos del sol. Todos los días, cuando bajaba del trabajo para comer, me descubría la garganta y el sol hacía lo demás. Empecé por cinco minutos, y cada día un minuto más. Cuando llegué a quince empecé a disminuir, hasta llegar a los cinco primeros. Entonces, el acceso, ya reblandecido, se había abierto en dos orificios: uno, como un duro de plata del tío sentado; y otro, como dos pesetas de las de antes de la guerra. Expulsé todo lo malo que tenía en mi pulmón izquierdo y el mismo sol y las curas que mi madre a diario me hacía se encargaron de eliminar el mal. Cuando me enrolaron en las filas, lo puse de objeción; pero el tribunal me dio útil total.