Las décadas, 12

14-03-2010.
Mágina, 12
El padre Nieto, además de ser nuestro nuevo profesor de Literatura también ejercía como inspector de quienes hacían los Estudios Profesionales, los comanches, como despectivamente los llamaban los estudiantes de Magisterio. En el ejercicio de esta función, el padre Nieto solía distribuir castigos o sanciones a quienes no respetaban unas reglas nunca escritas ni rebeladas en su totalidad al alumnado. Era un implícito código de comportamiento que se iba aprendiendo y respetando en el ejercicio del día a día. De hecho, no se podía hacer tal o cual cosa, porque el inspector consideraba que tal o cual cosa no se podía hacer.

El padre Nieto, quizás para que sus inspeccionados comanches interiorizasen que antes de ser vigilante y jesuita había estado en la Legión Extranjera, hacía que el consuetudinario reglamento se respetara a rajatabla. No permitía el más mínimo desliz e imponía sanciones con bastante frecuencia; la más conocida era aislar al transgresor durante la tarde del domingo en el “calabozo”, entendiendo por tal el encierro del “insubordinado” en el cuarto del padre jesuita, el cual, como el de los demás inspectores, contaba con una cama, un armario, una mesa, una silla, y un lavabo.Quienes habían pasado en él las tres o cuatro horas que duraba el castigo decían que, junto a la ventana que daba a la explanada del Colegio, había una estantería repleta de libros encima de la cual reposaba el conocido quepis blanco de la Legión Extranjera, junto a varias condecoraciones.
Aunque la práctica del atletismo se había notablemente difundido y desarrollado en el colegio, sobre todo desde que a don J. María Burgos, nuestro antiguo profesor de Literatura, lo nombraron responsable de la Segunda División, el rey de las actividades deportivas, a imagen del país, seguía siendo el fútbol. No solamente cada Curso, sino también cada División solía tener su equipo de fútbol. Y, del conjunto de equipos de las tres Divisiones que constituían los estudios de Magisterio, se escogía la selección que representaba al Colegio, completada con dos o tres jugadores procedentes de los Estudios Profesionales.
Gran admirador y practicante del ejercicio físico, el padre Nieto dirigía y entrenaba con dureza y rigor el equipo de fútbol de los Profesionales. A menudo, lo enfrentaba al de Magisterio y, con cierta frecuencia también, los domingos por la tarde, a partir del mes de marzo, solía llevárselo a competir con el de pueblos y aldeas cercanos a Mágina. Después del almuerzo, subía a sus jugadores en un camión, iban directamente a los vestuarios del campo de fútbol del pueblo (en caso de no haberlos, se cambiaban en el mismo camión), tenía lugar el encuentro y, luego, el retorno al colegio para asearse y seguir el ritmo de los demás compañeros.
Una vez que el camión los había dejado en la entrada sur del colegio y que el equipo se dirigía a las duchas, el padre Nieto iba rápidamente a su cuarto para liberar al sancionado, no sin antes haberlo sometido a un pequeño interrogatorio acerca de la novela, el poemario o la pieza de teatro que le había exigido leer durante el encierro. Un interrogatorio, cuyas preguntas se parecían como dos gotas de agua a las que solía hacer a sus alumnos de Magisterio: «Cómo se llama el crítico que escribe la Introducción a la obra; en qué año fue publicada la primera edición; cómo se llama el protagonista; dime tres personajes más; cuántos capítulos o cuántos actos tiene; hazme una síntesis de la acción; en qué año nació y murió el autor, etc.». Las preguntas eran siempre las mismas, que procedían grosso modo, de las clásicas del Hexámetro de Quintiliano (quis, quid, ubi, quibus auxiliis, cur, quomodo et quando),eliminando de él aquellas que podrían dar lugar a respuestas extensas. El sistema era aplicable, pues, a cualquier obra y la variante dependía, como se puede deducir, de qué autor se trataba.
Sentado de espaldas a la luz de la ventana, terminaba su interrogatorio diciendo:
—Está bien —luego, cerraba un cuadernillo de pastas verdes, lo colocaba sobre la mesa, y añadía—. Ya sabes que la nota que te ponga hoy se verá reflejada en la media mensual, en lo que se refiere a tus conocimientos de cultura general y a la conducta —y señalándole la puerta con la vista y tras un rápido movimiento de la mano, agregaba—. Vete y que no te vuelva a ver haciendo tus necesidades menores en las acacias del patio, que para eso están los servicios.
Hacer las necesidades menores en cualquier otro sitio que no fuera en los lugares destinados a ello, era una de las veleidades que el padre Nieto se había propuesto erradicar de los alumnos de la Escuela Profesional, cuando fue nombrado inspector. Es verdad que los aseos se encontraban en el interior de los edificios del colegio y no en el patio de las acacias, ni tampoco cercanos el terreno de fútbol, pero:
Sacré nom de bleu! —juraba en francés el padre Nieto cuando, por primera vez, sorprendió en el patio a unos alumnos ocupados en tal desahogo; sopló con furia su silbato y, seguidamente, los convocó a todos en una sala para decirles—. ¡Esto es intolerable! ¡Que ya no sois unos críos! De ahora en adelante, quien tenga ganas de hacer sus necesidades menores, que se aguante o que vaya a los aseos; porque al que agarre haciéndolas en otro sitio —y amenazaba, mientras se ajustaba reciamente la negra faja de su hábito—, ese las va a pasar canutas.
De la expresión «pasarlas canutas», preferida por el padre Nieto, los alumnos de Profesionales supieron enseguida que, además de obtener en su carné una mala nota relativa al Comportamiento, el sancionado se quedaría la tarde del domingo sin la consuetudinaria salida a la ciudad, porque la pasaría encerrado en el cuarto del jesuita.
Es verdad que, desde que el padre Nieto había tomado las riendas de la inspección de los Profesionales, las estadísticas mostraban que hacer pis en cualquier sitio ‑«Esta manifestación de adolescentes cerriles y toscos», como él la llamaba‑, había disminuido de manera ostensible. Pero también era cierto que algunos chicos seguían practicando dicha frivolidad, menos por necesidad que a modo de desafío al jesuita legionario. Es más, conociendo que, tras su almuerzo, el padre Nieto acostumbraba a pasear en solitario por el recinto de las naves de los Profesionales, porque sabía que sus esquinas eran los lugares predilectos para las prohibidas micciones, dos o tres alumnos se apostaban en sitios estratégicos para avisar al transgresor de que el cura legionario se aproximaba. En definitiva: era una broma de la muchachada comanche que, una vez divulgada, enfadaba ‑«cabreaba», decía él‑ sobremanera al ex legionario y divertía a buena parte del alumnado, no sólo de Profesionales, sino de todo el Colegio.
Teniendo, pues, en cuenta esta premisa, a saber, que una determinada transgresión ‑la prohibida micción fuera de los aseos‑ estaba condenada al encierro los domingos por la tarde en la habitación del padre Nieto, sólo quedaba ahora encontrar a la persona apropiada que se encargara de ejecutar la «Operación Minerva», como tú la denominaste, porque tú fuiste quien la planeó.
—De todas maneras —repetías a tus compañeros de curso durante la reunión en el patio de las acacias—, que nadie se sienta obligado a servirse de los datos que a mí me entregue el soplón. Por lo que me concierne, ya sabéis que yo en Literatura no suelo tener problemas; pero ni yo mismo sé todavía si utilizaré o no las informaciones. Porque es verdad que un examen compuesto de preguntas objetivas es una verdadera lotería. Es decir, que con o sin informaciones, nos la jugamos. Tenemos aún unas semanas por delante, pero yo debo empezar ya mi tarea. Os avisaré cuando todo esté cocido.
Desde el curso anterior, dada tu pericia en el manejo del balón, el profesor Domínguez te había incluido en equipo de la selección Safa, en el que jugaban dos alumnos procedentes de los estudios Profesionales. Uno de ellos se llamaba Antonio Lanzat, un simpatiquísimo malagueño, alto, rubio, alegre y excelente defensa izquierdo. Antonio Lanzat y tú ingresasteis en el internado el mismo año y, desde ese primer año, os entendíais tan bien que se puede afirmar que erais excelentes amigos. Por ser de Coín, la abrupta y bonita localidad malagueña, a Antonio lo llamábamos Coíno. Pero como al Coíno lo suspendió el ya conocido profesor de Matemáticas, rechoncho y con voz atiplada, en vez de que la dirección lo expulsara del colegio, como a menudo ocurría, lo transfirió a los Estudios Profesionales.
Y fue al Coíno a quien pusiste al corriente de la «Operación Minerva», después del partido que un domingo de primeros de marzo jugasteis en Jódar con la selección de la Safa. Quedaban tres semanas para que empezasen los exámenes de los alumnos de Magisterio. Durante el viaje de vuelta, desde Jódar a Mágina, y ocupando los asientos traseros del autocar, fue el propio Coíno quien te informó de que iría a jugar a Sabiote con el equipo de los profesionales, del cual era capitán, el domingo anterior a los exámenes. «La ocasión la pintan calva», le habías oído un día decir a don Isaac, tu profesor de francés; y, efectivamente, aquella no había que desaprovecharla, porque las circunstancias eran realmente favorables. Y te pusiste manos a la obra.
—No tienes, amigo Coíno, más que hacerte pis en una esquina del edificio de la sala de máquinas y dejarte sorprender por el cura legionario…
Y, seguidamente, le explicaste todo lo que tenía que hacer.
—Pero, hombre —rezongó Coíno a media voz—. ¿Tú te das cuenta de lo que me pides? Que me ponga a mear en una esquina, sabiendo que Nieto me está viendo… ¿Sabes que eso me va a costar que me encierre durante tres o cuatro horas en su cuarto? ¿Y quieres que, mientras mis compañeros están jugando en Sabiote, yo le revuelva el despacho y copie en un papel las preguntas objetivas que os hará en el examen de la semana siguiente? ¿Sabes que me tengo que leer un libro y luego pasar un interrogatorio? ¿Pero tú te crees que estoy loco?
—Bueno, hombre. Como quieras. Es sólo un favor que te pido, porque sé que lo puedes hacer. Pero no te obligo y, si no lo haces, nuestra amistad será la misma. A fin de cuentas, lo que vas a sacrificar, si lo haces, es que te quedes encerrado en el cuarto de un cura puñetero y que te pierdas un partido…
—¡Que no, hombre, que no! —y abría de par en par los brazos y sus grandes ojos azules—. Y, además, ¿cómo saber que el cura Nieto habrá redactado ya las preguntas del examen? Y, aunque así fuera, ¿tú crees que se las va a dejar en la mesa de su cuarto, sabiendo que allí me va a encerrar?
—Lo primero que me has dicho —le respondiste con mucha calma— es lo único que no he podido ni se puede prever: no sabemos cuándo Nieto redactará sus preguntas. Pero hay muchas probabilidades de que las tenga ya preparadas, como muy tarde, el sábado; puesto que al día siguiente, domingo, sabemos que todos los curas están muy ocupados con las ceremonias religiosas de la mañana, y que después de comer no tendrá tiempo de hacerlo, porque se lleva el equipo a Sabiote. Es, pues, muy probable que sea ya el sábado, y no el domingo,de cuando tenga preparadas las preguntas para el examen escrito del lunes, a las diez de la mañana. En cuanto a que deje las preguntas en su cuarto, mira: hay que partir del principio de que no se las va a llevar consigo al partido de Sabiote. Claro que tampoco las pondrá al descubierto, encima de la mesa; lo más razonable es suponer que las dejará en algún sitio normal, como en un cajón, en un libro que esté leyendo… Tu tarea será encontrarlas. En todo caso, ya te he dicho que yo no quiero obligarte —lo miraste directamente a los ojos y, dándole una palmada en el hombro, concluiste—. Pero ya me dirás; tienes bastante tiempo para pensarlo.
—Por mí, ya está todo pensado. ¿No te das cuenta de que, si se descubre el pastel, quizás nos juguemos la expulsión del colegio?
—No hay razón para eso, puesto que los primeros interesados somos nosotros mismos —respondiste con aplomo—. Nadie sabe, ni sabrá nada acerca de cómo se ha preparado la cosa, ni de quién ha participado en la «Operación Minerva». Ellos, nuestros compañeros, sólo recibirán unas informaciones, que aceptarán o rechazarán. Aquí se va a jugar limpio. Y te vuelvo a decir que, si no quieres, no pasa nada: nuestra amistad no cambiará en absoluto.
—Y además —regonzó el Coíno—, que, si me encierra, el equipo se queda sin capitán. ¿Te imaginas el cabreo que va a agarrar el padre Nieto? No sé cómo me pides…
—¡Que vale, Coíno, que vale! —y entonces gastaste tus últimos cartuchos—. Si no puede ser, no puede ser. La gente de mi curso, que fue la del tuyo el año pasado, cuenta contigo y, si no lo haces, se quedará un poco descepcionada… Ahora que, si no puede ser, ¡pues no puede ser!
—Pues de verdad que no pueder ser… —dijo tibubeante, mientras por la ventanilla de su asiento se veía ya la verja de la entrada al Colegio. El autocar, que los traía de Jódar, se detenía justo en la acera de enfrente—. Y lo siento —añadió cabizbajo, mientras se ponía de pie, recogía su bolsa de deporte y hacía cola para bajar por la puerta delantera; y viendo que su amigo seguía sentado y con cara de tristeza, le gritó con un amago de sonrisa—. Adiós. De todas maneras ya nos veremos antes.
Tres días después, a la salida de la misa matinal y diaria, Antonio Lanzat, el Coíno, te ponía la mano en el hombro y te susurraba al oído:
—Puedes contar conmigo. Dile, a los amigos de Quinto, que podéis contar conmigo.
—Estupendo, Coíno. No sabes cuánto te lo agradezco. ¡Cuidado! ¡Separémonos que ahí detrás viene el padre Nieto! —y dándole un pequeño codazo cómplice a la altura de los riñones, le dijiste en voz alta—. Hasta el entrenamiento del sábado.
Sabías que Coíno era alguien que cumplía su palabra y que en ningún caso se echaría atrás. Ahora sólo quedaba que no ocurriera lo que tanto te traía de cabeza: que por alguna razón u otra, se anulara el partido de los comanches contra el equipo de Sabiote. Cuando empezaste a enumerar la cantidad de posibles imponderables ‑enfermedad, lluvia, autocar fuera de servicio o que el padre Nieto transfiriera a otro domingo el castigo del Coíno, etc.‑, que pudieran deshacer la «Operación Minerva», pensaste cómo a veces un pequeño soplo imprevisto puede derrumbar un bonito castillo de naipes. Como te ocurrió con la chica de la trenza larga y los ojos verdes. Ahora sólo quedaba esperar. Esperar «El día D», como se decía en las películas policiacas.

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