Al borde de la congelación con don Antonio Expósito, y 2

01-02-2010.
De la capilla salíamos también en filas y, por supuesto, en silencio hacia el comedor. El desayuno, generalmente, se componía de un tazón de leche y pan tostado con mantequilla o pan y aceite. Debo destacar que nos gustaba más calentarnos las manos con la taza de leche que el desayuno en sí.

Tras unos minutos en el patio, que aprovechábamos para visitar los lavabos, aunque no tuviéramos necesidad, en un nuevo intento de evitar la congelación, formábamos otra vez en fila para ir a clase. Debían de ser las nueve y cuarto de la mañana más o menos.
En el colegio de Villanueva había tres aulas a las que llamábamos clases: la pequeña, cuyo responsable era don Carmelo, pequeño ‑con perdón‑, amable y un magnífico maestro; la media, regida por don Antonio Expósito, maestro Safa de las primeras promociones; y la clase superior, al frente de la cual estaba don José Alarcón, de Baena. A pesar de su gran estatura, era regular como portero de fútbol, pero magnífico como persona y excelente como amigo y profesor.
Recuerdo que era por la mañana y en clase de don Antonio. El día limpio, claro y con toda la luz de la sierra entrando por las ventanas de la clase. Don Antonio corregía nuestros cuadernos, mientras unos alumnos estudiaban la lección que a continuación nos preguntarían; otros terminaban la página de caligrafía o el dibujo de la parábola del “Grano de mostaza” que nos habían explicado el día anterior.
El silencio total; sólo interrumpido por los resuellos con que nos intentábamos calentar las manos y algunos pataleos para, en intento inútil, pretender que nuestros pies no se congelaran completamente. En esto, un compañero rompe a llorar con rabia, con desconsuelo y con toda la fuerza de sus apenas ocho años.
Nadie sabía qué le pasaba a Emilio, pero cada vez lloraba con más fuerza. Don Antonio Expósito lo llama a su mesa y le pregunta qué le pasa. El crío, resoplando sobre sus guantecillos de lana gris, hechos en casa, y llevándolos a la boca para que el aliento mitigara el suplicio que le atormentaba, seguía llorando, mientras mostraba al profesor las palmas de sus manos en actitud suplicante y esperando que, al menos, el cariño de su maestro fuera capaz de aliviar aquel padecimiento.
Nosotros no sabíamos si llorar también o reírnos de la debilidad de nuestro compañero.
El profesor nos mandó a todos ponernos en pie, junto a nuestros pupitres. A continuación, y como si estuviéramos en clase de gimnasia, con toda la energía de la que era capaz comenzó a dar órdenes:
—¡Atención! ¡Brazos arriba palmada y firmes! ¡Un dos, tres, arriba, palmada y firmes! ¡Un dos tres…!
Las lágrimas de Emilio se mezclaban con las risas de los compañeros y la suya propia. Seguía teniendo frío, pero todos estábamos con él; hasta su maestro, que también abría y cerraba los brazos y daba palmadas y reía y nos comprendía y seguía ordenando:
—Arriba, palmada, un dos tres…
Hace poco, al volver a mi despacho, me dijo la señorita de recepción, pasándome la nota de su llamada:
—Le ha llamado por teléfono un profesor suyo de cuando usted tenía ocho años. ¿Se acuerda de él?
Miré la nota y fui volando al teléfono a llamarlo:
—¿Don Antonio Expósito…? De parte de Dionisio.
 Una espera y enseguida la voz del maestro:
—“Nene”, ¿qué haces? ¿Te acuerdas del día en que nos pusimos a dar saltos y palmadas en medio de la clase para quitarnos el frío? ¿Cómo se llamaba…? Sí; Emilio, Emilio de la Cruz y era de Orcera. ¡Oye, que me acuerdo mucho de vosotros y que, cuando vuelva a Barcelona, iré a verte!
Era su voz cuarenta y cinco años después.
Llamé a la chica de recepción para contestar a su anterior pregunta.
—Hay cosas —le dije— que jamás pueden olvidarse. Que nunca podrán borrarse de mi memoria.
—Pues yo tengo veintitrés años —dijo mirándome con sus enormes ojos— y apenas me acuerdo de mis profesores.

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