«Jubilata»

31-01-2010.
Hijo del patriarca Enoc, nieto, biznieto y así hasta los orígenes edénicos de la pareja primigenia, Matusalén andaba bastante pagado de sí mismo. Siempre tuvo a gala su árbol genealógico y lo exhibía a cuantos terminaban cayendo bajo su zona de influencia que, en apariencia (si seguimos los libros sagrados), no debieran ser muchos, dado que existían otros habitantes por el planeta (los hijos o las hijas de los gigantes), ajenos a la ascendencia adánica y muy pecadores, según se venía indicando reiteradamente, que también eran objeto de la pesadez genealógica de aquel Abuelo Cebolleta.

Sus parientes lo aguantaban ya más mal que bien, pero no se atrevían a mandarlo a hacer gárgaras de una puñetera vez, por razones de respeto acendrado a la vejez y por temor supersticioso a ciertos castigos que podrían caerles, vía Yahvé, pues conocían que había línea directa entre este y aquel.
El abuelo Matusalén se sentaba a la puerta de su jaima al atardecer, cuando el ligero vientecillo era propicio a la aparición del Supremo, y esperaba pacientemente. A veces aparecía y se sentaba con él, a su vera, y pedía una jarra de hidromiel, fresquita, para refrescar la velada. Al toma y daca de la jarra de barro, los dos se enfangaban en sus meditaciones sobre el mundo, los seres creados, la rebelión habida hacía tantos milenios allá en los cielos, las costumbres disolutas que aquellas hijas de putañas gigantonas estaban trayendo a la juventud y alterándola…
—¡Ah, Matusalén, Matusalén, los tiempos ya no son lo que eran!
—Y que lo digas Señor y que lo digas, que creo que este mi hijo Lamec, que ya va para viejo, está perdiendo la chaveta y se dedica a correrse con las mujeres, desierto arriba, desierto abajo, sin importarle el polvo ni el calor.
—Costumbres ciertamente depravadas, Matusalén, que debes vigilar con diligencia.
—Ya estoy viejo…
—Nada, eso lo arreglamos en un periquete; desde ahora te prorrogo la existencia, hasta que vea que se cumplen las normas y se corrigen esos excesos. Es tu misión y has de obedecer a tu Señor.
—Lo que tú digas. Oigo y obedezco.
Y se pimplaron la jarrica y se pidieron otra, pues en principio los dos quedaron satisfechos. Y bien dormidos.
Los ronquidos se estuvieron oyendo por todos los confines de las planicies adyacentes durante toda la noche. Las mujeres les echaron por encima algunas pieles de cabra, para evitarles el relente del nocturno pedregal.
Se dice que en otras partes del planeta hubo bastantes tormentas, de exceso de aparato sonoro. Y algunos pensaron que Dios estaba enfadado.
Conforme Matusalén con su vida prorrogada, pensó secretamente en el tonto de su hijo, el correzagalas, que pronto se cansaría o no podría ir más allá de la puerta de la tienda, mientras él sí que estaría vigoroso y dispuesto para prestar servicios a las féminas insatisfechas, que no eran pocas. De tapadillo, algo habría.
Pero la obligación oficial de practicar correctivos a los que se desviaran de la recta senda lo traía ya bastante harto. Se cansaba de predicar y de constatar que a unos le entraba por un oído y le salía por otro tanto sermón. Y usaba de su ascendencia, que explicaba en un gráfico dibujado en piel de oveja, para que se fiasen de sus palabras, que decía eran las mismísimas que Yahvé le dijera una tarde a la puerta de la jaima.
Algunos pensaban que el vejete ya entraba en demencia más que senil, pues al tal Yahvé no lo vieron nunca por aquellos pagos, y menos sentadillo allá tan tranquilo y pimpando de la jarra de hidromiel. Algunas mujeres decían que aquello era verdad; mas no las creían, en sospecha de que Noé las tenía compradas.
No nos extrañe tal susceptibilidad, puesto que las gentes iban muriendo y Matusalén se mantenía tal cual. Quizás alguna arruguilla más, trabazón del lenguaje, pesadez de movimientos y de digestión, que notábase en demasía si se quedaba dentro de la tienda, y más prontitud en dormirse sin terminarse siquiera la jarrica de vino.
El hombre le daba también al vino, qué le vamos a hacer, y de ello deberemos deducir lo que le pasó al nieto en su momento, tras el Diluvio.
Matusalén estaba hasta los trienios de tanta antigüedad que llevaba encima. Le cansaba el trabajo sin aparente resultado.
Andaba rebuscándose en la nariz, con parsimonia, arrebujadillo en su manta, cuando una sombra le tapó el delicado solecillo invernal. Al levantar la vista, se sobresaltó, pues allí estaba Yahvé, que hacía bastante tiempo que no venía por allí.
—¡Yahvé!
—¿Es que te sorprendes de verme?
—No…; digo, sí… Bueno, es que hace tiempo que no me visitas.
—Muchas cosas he de hacer y no puedo estar pendiente de este trocito de tierra en exclusiva.
—Lo comprendo, lo comprendo…
—¡Qué vas a comprender…! Bueno, ¿invitas o qué?
—Sí, Señor. ¡Marchando una de hidromiel para Yahvé!
—No. Me apetece algo de vino…
—¡Contraorden! ¡Que sea una de vino y con tapa!
—Así está bien. ¿Cómo te ha ido con el tema de las costumbres y los pecados del personal? ¡Hasta mí no han llegado súplicas ni oraciones!
No tuvo más remedio, mientras atacaban una pierna de cabrito asada, que confesar el pobre multicentenario la inutilidad de la misión encomendada: su fracaso. Sólo Lamec, porque no tenía ya ni fuerzas, y su nieto Noé se avenían a seguir la senda recta.
Tamborileó el Supremo sus largos y delicados dedos de la mano derecha en la mesilla que compartían, mientras se acariciaba la rodilla izquierda con la mano de su lado y habló de forma y con conceptos incomprensibles para Matusalén.
Habló de un barco enorme ‑o arca entendió, porque no sabía lo que era barco‑, donde meterían, quisieran o no, a todo bicho viviente y a los que lo construyesen, para navegar. ¿Qué era navegar? Y se lo tuvo que explicar sobre la arena, dibujando con una varilla unas incipientes olas levantiscas, un cascarón como que iba encima de las mismas y unas cabezas de animales que aparecían por las aberturas del mismo.
Matusalén ya sí que no entendía nada de nada… ¿Y para qué tanta faena? O mejor, ¿por qué?
—¡Porque has fallado, Matusalén! ¡Has fallado estrepitosamente y a tu alrededor no hay más que fornicadores, borrachos, ladrones y criminales! ¡Y ninguno, ni ninguna me hace ni puñetero caso! Así que acabaré con todos y santas pascuas.
—¿Dejarás que vivan mis parientes, al menos?
—Por eso los necesito: para hacer el barco. Se van a escapar de la quema; mejor dicho, de la inundación. Pero tú ya no tendrás más prórroga vital y no tendrás que intervenir en esta empresa, por tu fracaso.
—¡Perdona, mi Señor, por mi negligencia; pero ya sabías que era un viejo…!
Se fue Yahvé tras acabar con el cabrito y con la jarra. Iba de mejor humor y, si Matusalén le hubiese suplicado más, tal vez se le hubiese olvidado lo del Diluvio.
Quedó muy contento el anciano.
Se libraría de trabajar como un negro, cortando y remachando tablones, arreando animales y buscando algunos que quién sabe si fuesen peligrosos, navegando, cuando nunca o apenas se había bañado. Y encima, a seguir predicando… Nada, ya había vivido bastante, ya había trabajado bastante. Tenia derecho a una jubilación cómoda y sin sobresaltos, hasta que aquella gente lograse realizar el proyecto anunciado, cosa que dudaba, pues nunca por aquellas tierras se había construido cosa tal, y menos haberse arriesgado nadie a irse mares arriba o abajo. Así pues…, ¡le había llegado la jubilación, por fin, a sus novecientos y pico!

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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