Las décadas, 06

02-02-2010.
Mágina, 6
Transcurría placentero el primer día de feria. Era lunes, quince de septiembre. Desde por la mañana temprano y seguida por numerosos chiquillos bullangueros, la banda de música alegraba con sus pasacalles a los vecinos de Villajara. Cada día hacía un recorrido por barrios diferentes, pero desembocaba siempre en el real de la feria, en cuya entrada las autoridades habían elevado un pintoresco arco triunfal. Un centenar de metros más abajo, se situaba el amplio quiosco rodeado de eucaliptos que casi rozaban las paredes del antiguo hospital de las monjitas de Jesús Nazareno, convertido ahora en residencia de ancianos.

Cuando empezaba la feria, las bandadas de gorriones, que acostumbraban a dormir entre el ramaje de los eucaliptos, tenían que huir a las higueras y encinas de los cercanos cortijos; en cambio, a los ancianos, particularmente a aquellos de los que se decía que «No pasarán el año», los trasladaron a sus antiguos domicilios, pensando que así no sufrirían los ruidos, músicas y voceríos de los feriantes que solían durar hasta la madrugada. Los pájaros tardaban a veces semanas en volver a sus abandonados eucaliptos. Los ancianos, en cambio, volvían a la residencia nada más pasada la feria y, luego, mientras jugaban a las cartas o al dominó, les contaban a sus compañeros, con alguna exageración y no menor tristeza, que, a la casa, sus hijos sólo volvían de la feria para almorzar y echar la siesta. «Yo hubiera preferido ‑se lamentaba con tristeza un viejecito viudo‑ quedarme aquí en la residencia, oyendo el griterío alegre de los feriantes, escuchando los pasodobles de la banda de música del pueblo y los boleros que tocan las orquestas de las casetas de baile, en vez de estarme solo en casa toda una semana, sentado día y noche en el sofá del saloncillo, oyendo la radio».
Las casetas abrían sus puertas hacia mediodía. Las orquestas, sin el vocalista, tocaban una musiquilla de fondo con objeto de acompañar a quienes desearan tomar el aperitivo, que solía terminar alrededor de las dos y media, hora a la que, con una puntualidad inusitada, los feriantes volvían a sus casas para almorzar y echar luego una larga siesta, «Para luego poder resistir por la noche», decían. Al atardecer, salvo algunos recalcitrantes que nunca fueron ni irían a la feria, porque preferían quedarse sentados a la entrada de la casa para tomar el fresco, salvo estos, todo el pueblo se paseaba por el real, antes de acomodarse en las casetas de baile, en donde pasaría el resto de la noche.
Un modo de pasear, que era el mismo que repetían jóvenes y menos jóvenes por la arteria principal de Villajara, cada domingo al atardecer, a lo largo del año y si la temperatura lo permitía: cuando el sol comenzaba a poner rojizos lamparones en las fachadas, por la calle principal fluían dos filas, cada una de unas cinco o seis personas que, como una madeja de lana o como dos corrientes de agua paralelas y opuestas, iban y volvían, de tal manera que, a menudo, las mismas personas se cruzaban cada media hora, más o menos. Un pasear que tenía sus propios códigos de comportamiento social y sentimental, particularmente entre la gente joven: si una chica se colocaba en el extremo de una fila, ello quería decir que solicitaba la compañía de determinado joven que paseaba en la fila opuesta y con quien, en la ronda anterior, ya había cruzado una mirada cómplice. Cuando las dos filas volvían a encontrarse, el chico abandonaba la suya y se colocaba en el extremo de la otra, en donde, solícita y sonriente, lo esperaba ella; y, con las manos enlazadas, armonizaban su paso con el resto de la fila. Al contrario: si una joven, por las razones que fueran, no deseaba compañía sentimental, nunca se colocaba en el extremo de una fila. Ese ceremonial se practicaba con toda naturalidad y, casi siempre, sin ningún error que diera lugar a una posible equivocación, discusión o disputa. Así se construían o se desbarataban y reconstruían la mayor parte de las parejas de Villajara.
Aquel lunes, primer día de feria, tenías cita con Pepe y Santiago, el cual quería presentarte a Rosalía y Eulalia, sus dos hermanas. El objeto de la cita consistía simplemente en tomar juntos unos refrescos, escoger y reservar una mesa cercana a la pista de baile y poneros de acuerdo sobre la planificación de la semana de feria, habida cuenta de que tú tendrías que ausentarte durante dos días.
Te esperarían a mediodía en la entrada de la caseta del Casino, llamada «De los ricos» porque a ella sólo podían acceder quienes poseían la costosa tarjeta de socio. Allí se solazaban las familias de propietarios terratenientes, la mediana burguesía, las autoridades políticas y militares, así como aquellos personajes distinguidos que puede tener un pueblo fundamentalmente agrícola y ganadero, de unos ocho mil habitantes. Excepcionalmente, a la caseta del Casino también tenían acceso las amistades de algún socio, el cual tenía la obligación de acompañar a la persona invitada desde la entrada de la misma.
Cuando saliste de tu casa y subías como siempre por la acera derecha de la calle Concejo hacia la Plaza del Ayuntamiento, se oían los últimos estallidos de cohetes que anunciaban la inauguración de la feria, al tiempo que sonaban las doce campanadas de la torre de San Miguel. Poco después, atravesabas el gran arco con bombillas de colores que indicaba, en lo alto de la calle Ramón y Cajal, el principio del Real de la Feria. Todavía el aire rezumaba el humeante olor a pólvora. Haría solo unos instantes que las autoridades de Villajara habían concluido el acto de inauguración. El real estaba abarrotado de puestos con las más diversas golosinas y la gente ya estaba paseando mediante la consabida disposición de filas en madeja. Allá al fondo, por encima de las cabezas y por debajo de los eucaliptos del quiosco se oía el «España cañí» que tocaba la banda de música. Un sol espléndido, otoñal, calentaba suavemente los tejados y las calles de Villajara.
Inconscientemente, caminabas adaptando tus pasos al ritmo del pasodoble, cuando la viste pasar a sólo unos metros delante de ti. El cabello negro, reluciente como el charol y recogido en una sola trenza que, por la espalda, le bajaba hasta la cintura, se anudaba con una cinta del mismo color rojo del clavel que lucía en su sien. Iba bajando por el real de manera resuelta, abriéndose paso entre la multitud, «Qué difícil está cruzar la calle ‑pensaba ella‑, con la prisa que tengo». La viste de perfil y luego vuestras miradas se encontraron un instante cuando, al tropezar con alguien, ella volvió la cabeza y sonrió a modo de excusa como diciendo «Usted perdone». Sus grandes ojos de color oliva competían con la longitud de las cejas sobre las cuales descansaba el final de un gracioso flequillo. Tenía los labios pequeños, gordezuelos y rosados, que reafirmaban su figura radiante, casi infantil. Y tú te quedaste inmóvil, expectante, como estremecido, como si de manera imprevista hubieses encontrado una gran alegría que desde hacía tiempo y de manera difusa estabas esperando.
Nunca supiste explicar qué te había ocurrido, qué extraña y desconocida emoción se había despertado en tu pecho; fue como una especie de fugaz fascinación. «¡Oye! ¡Espera! ‑quisiste gritarle‑. ¿Quién eres? ¡Espera!». Fue como un relámpago que por un instante borró de tu vista toda aquella muchedumbre e hizo que tus oídos desatendieran el estruendo de músicas, carruseles, caballitos y estrépito de voces. Nada existió durante un momento: sólo un rayo de luz que, como en las viejas estampas navideñas, estaba iluminando aquella graciosa figura. Y te entristeciste de impotencia cuando, de pronto, dejaste de verla; cuando, sin saber cómo, desapareció entre el gentío, al torcer por la calle muy cerca ya de la caseta del Casino. No recuerdas cuánto tiempo la estuviste buscando y buscando: nadie era ella, nadie se parecía a ella. Y cuando, desanimado, te acercaste a la caseta de los ricos, ninguno de tus amigos te estaba ya esperando en la entrada. Llegabas con demasiado retraso. Necesitaste pedirle al fornido portero el favor de enviar a alguien en busca de Pepe o de Santiago.
—¡Pero hombre, habíamos quedado a las doce, no a las doce y media! —te reprochó amistosamente Santiago, mientras entrabais en el recinto de la caseta y os dirigíais a la mesa en donde estaban sentados Pepe y las dos hermanas. Y añadió—. ¡Vaya semblante que traes! ¿Qué te pasa, hombre?
—Nada, nada… Y perdona el retraso —te excusaste—. Ya sabes que no tengo reloj…
—Mira, a mí no me vengas con historias —te cortó—, que tú sueles ser muy puntual. ¿No pasas el año en un internado de jesuitas? Pues, entonces… —añadió con cierto retintín. Y, acto seguido, colocándose frente a ti, te puso suavemente el brazo sobre el hombro y achicando los ojos, te dijo—. A ti te pasa algo y ahora, cuando te sientes a tomar el aperitivo, nos lo vas a contar.
Santiago tenía diecinueve años. Era un muchacho moreno, fuerte, de mediana estatura y seguro de sí mismo. Su manera de hablar era pausada, persuasiva y acompañada siempre con un lento movimiento de manos. Su padre era el gerente del Casino, además de poseer una finca a una legua de Villajara, camino de Obejo, y un par de cercados, propiedad de su esposa, situados a unos centenares de metros del pueblo por la carretera de Adamuz. Allí ibais con cierta frecuencia a bañaros en las albercas que los empleados utilizaban para regar los huertos mediante el conocido sistema heredado de los árabes. Santiago decía que, en cuanto acabara el bachillerato en Córdoba, pensaba matricularse en la Universidad de Granada para estudiar Medicina en la especialidad de Traumatología.
—Mi padre quiere que sea abogado, pero yo prefiero recomponer los huesos de la gente; ya veréis —les decía, alzando pausadamente su mano derecha—, al ritmo que vamos, dentro de unos diez años España estará llena de coches y la cifra de accidentes será de un noventa por ciento más; para entonces, harán falta buenos traumatólogos en los hospitales. Y, por otra parte, la esperanza de vida de los españoles ha aumentado considerablemente y, en consecuencia, también la ruptura de caderas de los viejos.
—Tienes razón, Santiago —le dijiste, al tiempo que mirabas hacia la mesa en donde los otros esperaban—. Me ha pasado algo extraño; pero no os contaré nada mientras estén con nosotros tus hermanas.
—No te preocupes que de eso me encargo yo —ratificó Santiago, con esa gravedad y parsimonia que invitaban a la seguridad y confianza—.

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