12-11-07.
La prensa exagera. Las molestias que los retrasos ocasionan a los usuarios de los trenes de cercanías, al parecer, no son del todo ciertas. Un señor me cuenta que coge el tren a las seis de la mañana en Viladecans y que, después de recorrer veinte kilómetros, se planta en su oficina de Barcelona a las doce del mediodía. ¡Como un clavo!
Dice que es verdad que al principio la gente corría, para evitar quedarse sin asiento. Parece innegable que la mayoría no tenía más remedio que viajar de pie o sentarse donde podía y que algunos protestaban cuando, tras una larga parada, el tren reiniciaba el recorrido y alguien tiraba de la palanca, solidariamente, para que pudieran subir los fumadores.
Los agitadores siempre intentaron sacar tajada de la situación a base de crispar los ánimos del personal, pero el buen juicio y la sensatez de la ciudadanía han terminado por imponerse. Los pequeños desajustes horarios se aceptan como una experiencia agradable, en aras del progreso y del bienestar. Ya casi nadie corre por los andenes por miedo a ser tragado por un agujero o a caer en una zanja. Todo el mundo se ha adaptado a la situación.
Ciertamente, a los mayores les ha costado algo más. Las carreras hacia el bufé libre, en los viajes del Imserso, o los embates al rival longevo para sentarse junto al conductor del autocar, dejaron en ellos huellas imborrables. Decía Platón ‑y si no lo dijo, tampoco pasa nada‑ que, cuando ciertos hábitos se adquieren a determinadas edades, son difícilmente superables sin tratamiento médico específico.
En cambio, la juventud camina lentamente por los andenes, se instala en las localidades del final y procura sentarse en pareja: chico, chica, chica, chico. Como en las bodas o en las cenas de empresa.
Si alguien tira de la palanca, acude el revisor y pregunta amablemente:
—¿Llamaban los señores?
—Sí, gracias. Nos gustaría saber si llevamos mucho retraso.
—Un récord. Más de cinco horas. Pero, no se lo puedo garantizar.
—¿Podría decirme a qué esperamos para salir? —pregunta un impaciente.
—Sí señor. A que refuercen con hormigón inyectado los cimientos de aquellos edificios de obra vista. Han aparecido grietas en las fachadas y… ¡como hoy la gente protesta por cualquier cosa…!
—No sé adónde vamos a llegar —dice un viajero.
—¡Ni cuándo! —añade otro.
—No se preocupen. A las doce les serviremos un catering con bocadillos de tortilla, bebidas y café, obsequio de RENFE.
—¡Jo, qué lujo! ¡Como en el AVE!
—Sí señor. Estamos cambiando la crispación por sonrisas.
—Esa frase la he oído yo en la tele —dice un despistado.
—Y esto es solo una muestra insignificante. Sepan que, la próxima semana, durante las paradas, se impartirán gratuitamente cursos de inglés, informática y catalán para conseguir una mayor integración profesional de los usuarios. Cuando el AVE llegue a Barcelona, se entregarán los acreditativos diplomas de asistencia y unos ochocientos mil emigrantes podrán solicitar, correctamente, su permiso de residencia en idioma catalán.
—¡Qué maravilla! ¡El corazón de Europa!
—Pero lo mejor está por llegar. Actualmente llevamos a cabo la verificación de un hecho insólito y extraordinario. Creemos que el proceso de arranque, parada y vuelta a arrancar de los trenes funciona como un ritual afrodisíaco. Las parejas aprovechan los vaivenes para ensayar, con premeditada torpeza, suaves empujones, falsas disculpas y sonrisas maliciosas. Asegurado el contacto, continúa un capítulo de roces, asedios, acosos y toqueteos. Y al final, como consecuencia del recalentamiento del planeta, se acaba en el fondo de un socavón rotundo, amoroso y liberador.
—¡Qué interesante! Siga, siga…
—Hace unos días, entre las estaciones de El Prat y Bellvitge, una muchacha eslava y un joven filipino, que acababan de conocerse, se encerraron en un lavabo. Debieron poner tal ardor en su propósito, que los sensores confundieron el aumento de temperatura con el fuego de un cigarrillo y se activó la alarma contra incendios. Cuando los bomberos derribaron la puerta, apareció la pareja sudando, jadeante y sin aliento; pero relajada y con la felicidad dibujada en el rostro. Daba gusto verles. El respetable no paraba de aplaudir.
—¡Qué bonito! Parece el final de una película superideal.
—Sí señor. La vida podría ser maravillosa si los pisos, la leche y las cebollas dejaran de subir.