Las rosquillas de San Carlos

Diego Rodríguez, durante estas vacaciones, nos ha obsequiado con tres artículos como tres soles, con sabor a saeta, a cera y a sacristía: nada más lógico en el tiempo en que estamos. Y es que Diego es una persona bondadosa, venerable y beatífica. Su rostro redondo y sonrosado le otorga cierto aire de canónigo arciprestal, de pastor de almas, de persona de total y absoluta confianza. Sus escritos respiran profundidad, honestidad, sinceridad y buena fe. Es inteligente, educado y exquisito en las formas. Así lo creo, lisa y llanamente. Que el hecho de que no coincidamos en lo ideológico no le resta ni un ápice al cariño y a la admiración que le profeso.

Dice Diego que los obispos actuales han expulsado del Vaticano, de la Iglesia, de los palacios arzobispales y hasta de las procesiones de Semana Santa, nada menos que a Jesús. ¡Toma ya! Eso es una revolución y lo demás son cuentos. Que aprendan los subversivos y los alborotadores. Sin huelgas, ni caceroladas; sin amotinamientos, ni pronunciamientos militares han dejado en la calle ‑dicho sea con absoluto respeto‑ nada menos que al Promotor de la idea.
En mi opinión, tan fuera del tiesto ha echado el chorro mi amigo Diego ‑Dios se lo conserve muchos años, copioso y abundante‑ que, aunque no soy experto en temas escatológicos, intentaré quitarle hierro al asunto y echarle un capote, a ver si entre los dos hacemos una “faena de puta madre”, expresión actual muy de moda y, por razones obvias, sin padre reconocido. Por eso, querido Pepe del Moral, no puedo citar ni la página, ni el libro, ni el autor.
Por su apariencia, Diego parece diplomático de carrera, presidente de una multinacional y hasta miembro del Sacro Colegio Cardenalicio. Su excepcional imaginación y su bondad natural lo elevan a las alturas. Y como es un maravilloso educador que nunca abandona su vocación docente, nos ha obsequiado estos días con tres rollitos de primavera, mezcla de sermón paternal, advertencia piadosa, y admonición y adoctrinamiento sociopolíticos. Todo ello expresado tierna y solemnemente, siguiendo el hilo argumental de la búsqueda y el encuentro de Jesús.
Nos aclara, por si quedaba alguna duda, que desde hace mucho tiempo dejó de creer en confesiones e iglesias terrenales. Dos artículos dedica a expresarnos su rechazo hacia las manifestaciones religiosas que exhiben ‑sin pudor‑ oro, plata, música e incienso. Confiesa que le gustaría una Iglesia de los pobres y para los pobres, creada para educar en el amor, la paz y la fraternidad. Una Iglesia libre de vestidos y símbolos ostentosos, en donde no tuvieran cabida la hipocresía ni la corrupción. Estoy de acuerdo. A mí también me gustaría que fueran así la Iglesia y otras muchas instituciones. ¡Qué le vamos a hacer! No obstante, pienso que hace muy requetebién en creer o no creer y en expresar libre y respetuosamente sus opiniones y deseos, tal y como hago yo.
Pero volvamos a la historia. En estos días, Diego se ha dedicado a buscar a Jesús con impaciencia. ¡Dios lo bendiga! Lógicamente, empezó por el Vaticano, sin obtener resultado. Pensó que quizás lo encontraría entre el gentío de la Semana Santa andaluza y se fue de procesiones. Nada. A pesar de todo, no se desanimó y siguió indagando en los palacios arzobispales. «Ni está, ni se le espera» ‑le contestaron‑. A punto de abandonar, el Domingo de Resurrección, por la mañana, puso la tele con intención de seguir la carrera de Fernando Alonso. Alguien le había dicho que un cardenal pilotaba un Ferrari. ¡Jo, qué fuerte! Buscó entre la multitud y… “que si quieres arroz Catalina”. Finalmente, obtuvo su merecida recompensa. En el telediario ‑mire usted por dónde‑, escuchó la primicia: en la iglesia de San Carlos Borromeo, en el barrio de Entrevías, en Madrid, junto al Gran Wyoming, al parecer se encontraba Jesús saboreando unas rosquillas y unos vasos de vino. ¡Menos mal!
Como amigo tuyo, me gustaría sugerirte una idea y darte un buen consejo. La próxima vez que emprendas la búsqueda de vírgenes o santos desaparecidos, deberías contactar con Pitita Ridruejo, que es experta en apariciones y tiene gran pericia en asuntos del más allá. Que el hábito no hace al monje y muchos de los que se nos presentan haciendo penitencia y vestidos de saco, con sandalias y barbas de varios días, no son profetas sino embaucadores, cuyas reconvenciones y sermones reiterativos, a la hora de la verdad, sólo son humo de pajas y “amenes” de sacristán.
Como yo también soy algo contestatario («Id contra corriente y casi siempre acertaréis» ‑decía Rousseau‑), quiero regalar otra idea, esta vez a los curas disidentes y a sus fieles seguidores ‑que ellos, en el fondo, no me caen mal‑. Si, como yo creo, lo que de verdad están buscando es fastidiar a los obispos y a la “derechona”, la solución es organizar cada mañana una gran procesión laica, para que dejen en paz a los tres curas y al resto de piadosas y compasivas personas que les acompañan. Y a continuación, mandar al Wyoming a paseo. Alguno de los encerrados debe recordar las fervientes plegarias que los misioneros enseñaban por los pueblos para cantarlas en el Rosario de la Aurora. Seguramente, también Rufina, la tía de Diego de noventa y cinco años, en su juventud entonaba estas estrofas con voz angelical.
El demonio a la oreja
te está diciendo:
No reces el rosario;
sigue durmiendo.
La letra, evidentemente pasada de moda, se podría adaptar para que reflejase mejor la situación actual:
Que se vaya el Wyoming
a hacer puñetas,
porque ya estamos hartos
de tanto jeta.
Que corra el vino.
Vengan rosquillas.
Que en San Carlos se vive
de maravilla.
Naturalmente, todo dentro de la más pura y acendrada espiritualidad… laica.
Barcelona, 11 de abril de 2007.

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