Carta con retraso y dirección incierta

Badajoz, quince de septiembre de 2006.
Querido maestro:
Continuando con la conversación del último día… Es cierto que no tenemos base científica alguna sobre el amor, ni existe ningún algoritmo de variables para descubrirlo, ni tan siquiera sabemos de su origen genómico o proteómico, aunque lo que sí comprobamos es que, al descubrirlo, más cerca nos parece estar de la verdad. He seguido reflexionando sobre el pensamiento de Luis Vives: «para aprender a amar hay que aprender a ver«. –Hay que aprender a ver–. Y ello me ha traído el recuerdo de aquel cuento –en realidad a mí me parece metafísica– de Saint-Exupéry, en el que de manera entrañable nos quiere convencer de que solo los niños saben ver.

Maestro, ¡qué profunda trilogía ésta!: ver, amar, conocer. Y como siempre, invariablemente, vuelvo al mismo sitio. En Mateo 5:8 estaba la clave: «Los limpios de corazón verán a Dios«.
[…]
Esa era la carta que te había empezado a escribir aquella mañana de abril y que interrumpí cuando José María llamó para comunicarme que te habías ido para siempre. Abandoné el despacho, salí a la calle y, como un niño perdido, me senté en un banco a llorar.
En aquel banco, a pesar de la algarabía de la calle, no sentía otra cosa que silencio. Parecía que no estuviéramos más que yo y mis lágrimas. Miré a lo alto, que es a donde mira el hombre cuando pide ayuda. Miré más alto todavía, pero sólo descubrí las hojas del arce que estaba sobre mí. «¿De qué hablarán las hojas? –pensé».
Y de pronto me acordé de tu risa en aquella tarde en que te conté una anécdota de don Esteban. –¡Te estabas muriendo y te reías!–. Una risa que parecía la alegría en estado puro. Y al recordarla de nuevo, sentado en aquel banco, por un momento sentí la paz, una paz que venía de ver unas hojas en lo alto, en lo más alto todavía. Y, sin saber cómo, escribí este cuentecico.

 

Aquella persona no tuvo una idea genial en toda su vida, ni tampoco tuvo un hijo, ni le dieron el Nobel de Literatura, y probablemente ni tan siquiera plantó un árbol; pero un día sonrió a un niño, y el niño aquel, que luego se hizo panadero, la guardó en su alma, y todo el mundo disfrutaba los panes del panadero como especiales, sin saber que tenían una sonrisa dentro.

 

Maestro, ¿de dónde venía y a dónde irá aquella sonrisa tuya que yo recuerdo?
Un abrazo muy fuerte.
Pepe del Moral.

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