Regreso a Cartago

19-09-06.
Hace pocos días, cuando volví de un viaje a Túnez, vi la película El Premio, cuyo tema es la entrega de los Premios Nobel. Paul Newman representa al ganador del de Literatura y en una rueda de prensa le preguntan por qué llevaba años sin publicar nada y contestó, el que fuera también protagonista de Dulce pájaro de juventud,que solo tenía el título de su última novela: Regreso a Cartago.

En unos de mis «viajes de estudios» fui con Juan Ramírez Bejarano a Unitalia Films en Via Veneto. Nos presentamos como periodistas y pedimos publicidad y fotos de directores (para disimular un poco) como Rosellini, De Sica, Fellini… y de actrices como Gina, Sofia, Silvana, Giuleta (seguimos con estas dos disimulando) y Claudia Cardinale… Esta, pese a ser de cerca de Cartago, triunfó en Italia de manos del aristócrata progresista Visconti en Rocco y sus hermanos y en El Gatopardo.
Unos días después bajamos a Nápoles y a su fabulosa bahía, con el Vesubio y las ruinas de Pompeya y Herculano. Ayer mismo he visto Te querré siempre, un título muy romántico como lo fue su protagonista Ingrid Bergman, lejos de sus éxitos americanos: Anastasia, Luz de gas… La dirigía su último marido, Roberto Rosellini, que comentaba que el cine como arte se estaba terminando, como cantaba ese verano Aznavour sobre el fin de Capri. En esta isla encantadora empieza el film y es, más que nada, una recreación histórica y paisajística de todo el entorno, con visitas a los museos napolitanos y a las ruinas bien conservadas de las erupciones del Volcán que nos contara Plinio, el Joven…
Decía Isaac Melgosa, explicando la evidencia, que si te aplastaba un tanque era fatal, pero que si lo hacía un tanque ruso era mortal. Eran años en los que el Generalísimo visitó nuestro colegio, nosotros desfilamos y cantábamos que «Franco, Franco era nuestro guía y capitán».
Era evidente que la destrucción de Pompeya fue, como todas de las fuerzas naturales, apocalíptica.
En aquel tiempo, lustro más o menos, se produjo la destrucción absoluta de la capital del imperio cartaginés. Aníbal, con sus trescientos elefantes a la orilla del mar, como en el poema de Rubén Darío, humilló al todopoderoso imperio romano haciendo un largo viaje victorioso por Hispania y los Alpes… Hubo tres guerras púnicas entre las familias cartaginesas de Amílcar Barca y Aníbal y los Escipiones… El odio, la ira y el recuerdo de las humillaciones sufridas por los cartagineses no se apagó como la lava del Vesubio, dejando valiosos recuerdos a la posteridad, sino que 50 años después del suicidio de Aníbal, el nieto de Escipión, con el permiso del Senado (un Senado que no escuchó al mejor orador, Cicerón, decir que prefería «la paz más injusta a la más justa de las guerras»; como nos escribió en Tanteos el Nobel de Literatura, Camilo José Cela) arrasó, calcinó hasta el paroxismo a Cartago. Nada queda allí de su antiguo esplendor: solo las amapolas nos recuerdan que hubo vida y sangre derramada.
Adolf Hitler, arquetipo del criminal, amenazó a los ingleses, no con las cámaras de gas, sino con destruir Londres a la manera que lo hicieron los antepasados de Mussolini, los romanos, en Cartago…

Pese al olor embriagador de los jazmines en Hamamet ‑incluso los tunecinos te ofrecen en perfumes «Las noches de Cartago»‑, es muy difícil que alguien olvide la maldad humana, representada con extrema crudeza en ese lugar, donde dicen que existió una hermosa ciudad, de origen fenicio, que se dedicaba al comercio, al cultivo del olivo ‑símbolo de la paz eterna‑, que fundó Cartagena y Barcelona, y de la que ya no se ve ni su sombra.
Solo cuando meditemos con san Agustín, que nació allí, y los hombres nos hagamos más humanos, podremos encontrar en el fondo de nuestro ser vivo el dulce pájaro de juventud… Será el tiempo feliz de escribir a mis amigos: mañana mismo, al amanecer, REGRESO A CARTAGO.

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