Mi compañero

Las filas se adentraban en clase lentamente y cada muchacho se situaba en pie detrás de su mesa. Después de rezar, el profesor decía: “Podéis sentaros”, y colocaba sobre la pizarra el mapa de España con los montes y los ríos. Se hacía el silencio y nosotros, con los codos sobre el pupitre y la mirada baja, esperábamos a que el profesor nos fuera preguntando la lección de aquel día. El profesor abría un pequeño bloc con tapas azules y nos miraba, uno a uno, como tratando de adivinar los que habían estudiado y los que estaban in albis, como decía él. Mi compañero paseaba la vista por las paredes y por el techo y me miraba de reojo, y en su rostro se reflejaba el miedo y la tristeza del que no se ha aprendido la lección y teme que le pregunten.

Aquel día, el profesor nos dijo que haríamos un viaje en avión e iríamos descubriendo el magnífico paisaje que desde el cielo se contemplaba. Él se situaba en pie, delante del mapa, y con el puntero señalaba las ciudades que sobrevolábamos y los accidentes geográficos que iban apareciendo ante nuestros ojos. Ninguno de nosotros había volado nunca en avión, y por eso escuchábamos más atentamente sus palabras.
‑Volamos sobre una ciudad con majestuosos monumentos que construyeron los árabes hace más de cinco siglos. En ella, se encuentran hermosísimos palacios rodeados de fuentes y jardines.
Y a continuación preguntaba:
‑¿De qué ciudad se trata?
Y algunos alumnos levantaban la mano y decían que era Granada y el profesor se sentía satisfecho por la respuesta, sonreía y hacía anotaciones a lápiz en el pequeño bloc de pastas azules. Mi compañero nunca levantaba la mano. De cuando en cuando, sonreía tímidamente para disimular y esperaba impaciente el final de la clase. Cuando el profesor le preguntaba, nunca contestaba, permanecía con la cabeza baja y lloraba en silencio. El profesor entonces se enfadaba y le decía que era un vago, que no estudiaba y que si seguía así le expulsarían del colegio.
Mi compañero lloraba calladamente, porque cuando se despidió de sus padres le dijeron que a ver si era capaz de hacerse un hombre de provecho y que si le echaban del colegio ya sabía lo que le esperaba. Para mi compañero era muy difícil ser un buen alumno y hacerse un hombre de provecho. Se ponía a estudiar Matemáticas o Geografía y siempre tropezaba con problemas que no sabía resolver; o listas de sierras, de golfos o de ríos que era incapaz de aprender de memoria. Algunas noches, cuando el resto de compañeros dormía, él se levantaba y sigilosamente se iba a los lavabos y allí pasaba horas estudiando. Sus resultados apenas mejoraban. Cuando pedía a los compañeros más preparados que le ayudaran a solucionar algún ejercicio, éstos no le contestaban porque estaba prohibido hablar en tiempo de estudio. Sabía que si le sorprendían preguntando le pondrían mala nota en conducta y en aplicación.Cuando escribía a casa, decía que en el colegio le trataban muy bien, que estaba muy contento, que aprendía mucho y que tenía muchos amigos. No era verdad, pero no quería que sus padres se preocuparan.
Un día decidió hablar con su inspector; aquel maestro de rostro amable, que siempre le animaba y le comprendía. Necesitaba contarle el drama que estaba soportando. Al principio, sus ojos se nublaron y tardó unos minutos en empezar a hablar. Después, entre sollozos, consiguió decir que aunque estudiaba y se esforzaba todo lo que podía era incapaz de superar tanta exigencia y tanta disciplina.
‑No sé que más puedo hacer. No aguanto más.
El maestro estaba seguro de que mi compañero decía la verdad y le pidió ánimo y paciencia. Aquella misma tarde, escribió una carta a los padres del muchacho. A los pocos días, vinieron al colegio a hablar con el maestro. Les dijo que conocía y valoraba el sacrificio que el chico estaba soportando y que, precisamente por eso, le había tomado un cariño especial. Que aunque se esforzaba todo lo que podía, aquel sistema educativo quizás no era el más adecuado para el muchacho. Que era consciente de la gravedad de lo que estaba diciendo, porque él trabajaba allí, pero que le parecía un deber para con ellos y para con su hijo manifestarles lo que de verdad pensaba. Los padres, con la mirada húmeda, le preguntaron qué debían hacer. El maestro tuvo que esforzarse mucho para decirles que, en su opinión, lo mejor era que al final de curso sacaran al muchacho del colegio.
Al llegar las vacaciones de fin de curso, mi compañero me invitó a pasar unos días en su casa, con su familia. Desde entonces no le he vuelto a ver, pero hace dos años le llamé por teléfono para invitarle a asistir a la Asamblea de Antiguos Alumnos y me dijo que vendría, pero no vino. También me dijo que se había casado, que tenía dos hijas, que era ingeniero técnico y que vivía en un pueblo cerca de Madrid.
Hace unos días volví a llamarle y como no le encontré en su domicilio telefoneé a casa de sus padres. Me atendió su padre amablemente. Se acordaba de mí. Hablamos de los años en las Escuelas, de aquella semana en que me acogieron en casa como a un hijo y de aquel inspector de rostro amable que tuvo el valor de escribirles una carta y hacerles pasar un momento tan difícil para evitar el sufrimiento de su hijo. Les invité a comer con nosotros el próximo día veintinueve. No sé si vendrán. Volveré a insistir.
Cuando, en la soledad de mi conciencia, analizo aciertos y errores, lo que soy y lo que hubiera podido ser, veo que seguramente lo más importante de la vida estudiantil, antes, y la profesional, ahora, es ese cúmulo de afecto que mantenemos vivo a través de los años. Y me entran ganas de llamar a todas las personas, junto a las que he caminado algunas jornadas, de este corto viaje que es la vida, para disculparme por mi ingratitud y manifestarles mi enorme admiración y mi cariño. Y aunque no lo necesitéis y aunque penséis que soy un blando y un sentimental, así lo haré el próximo día veintinueve con vosotros, con el maestro de rostro amable y con aquel compañero de ojos grandes y tristes, si consigo que este año nos acompañe.
Barcelona, 13 de octubre de 2005.
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