(Donde se cuenta la mágica travesía que nuestro Ingenioso Hidalgo y su fiel escudero acometieron no ha muchos años, surcando los aires del Santo Reino con las maravillas que desde las alturas contemplaron y las notables razones que expusieron.)
FRAGMENTOS
‑Mal hicimos, Sancho, en no aviar para este viaje algún jubón o tabardo recio que calentara nuestras carnes, que ahora advierto más de lo que quisiera un vientecillo helado que amenaza convertirme en estatua de hielo.
‑Debe ser que en esta región del aire soplan vientos de alguna nevada sierra o que el descampado de esta altura nos somete a cualquier elemento sin posibilidad de amparo mas, si os sirve, una manta palentina traigo. Cubríos con ella que, en cuanto a mí, bien enfajado voy en verano como en invierno, aparte de las mantecas y gorduras que por natural me protegen y que su señoría bien se ve no haberlas tenido nunca.
‑Gracias fiel amigo. Con gusto la tomo y en ella me cobijaré tanto más que parece nueva y de espesa lana. Te bendiga Dios por estas diligencias y perdone a cuenta dellas alguna bellaquería o despropósito en los que tanto abundas.
Y dígote que, en efecto, aquellas nevadas y hermosas cumbres deben ser las de la renombrada Mágina y estas nobles torres y palacios no otros que los de la insigne y antigua ciudad de Úbeda por cuyo meridiano cruzamos, porque advierte Sancho que si toda España es hermosa y abundante de buenas tierras, algunas partes della destacan de forma que aun antes de que la luz de nuestra fe iluminara sus mentes, tuvieron los antiguos astucia y entendimiento para elegirlas antes que otras y levantar en ellas sus primeras ciudades y castillos tal como aquí acontece. Pues ¿qué me dices de ese extendido valle por do el gran Guadalquivir camina presto en medio del mar de olivos a los que riega y nutre? ¿Qué de esas lomas suaves como piel de doncella cubiertas siempre de verdor?
‑Ya veo, señor, cuánto provecho os ha dado la manta por cuanto ese calorcillo os ha dado fuerza para pronunciar esas elocuentes palabras. Y no será vuestro fiel escudero quien las discuta, antes bien entiendo que el aceite de estas tierras con el pan y vino de las nuestras bastarían a un cristiano para resistir los fríos del Moncayo. Pero seguid Señor, si os place, que ahora veo no ser vanos los muchos libros que vuesa merced ha leido, pues cualquier punto de España que pasamos es conocido por vos como de haber vivido en él largos años.
‑Me halagas Sancho. Pero sabe que en lo que dices hay más alabanza de los libros que mía, pues tú mismo o cualquiera de nuestra aldea con menos seso que tú, de haber tenido ocasión y ganas, podría, merced a ellos, ser ahora bachiller por Salamanca o por Baeza.
‑Señor, yo estoy bien como estoy pero cierto que a Sanchica, mi hija, la he de poner a escribir y leer, mal que le pese, aunque se me haga bachillera, Dios no lo permita.
‑Pues sobre este tema, Sancho, va la historia que ahora te cuento. Mira hacia abajo y dime qué ves a poniente de esta gran ciudad. ¿No ves ese conjunto de noble y armónica traza que se extiende hacia el valle en campos y huertas y que corona la altiva torre de una iglesia? ¿Ves la amplitud y buena disposición de sus edificios y patios? ¿La alta tapia que a guisa de muralla rodea la propiedad?
‑¡Pues no he de verlo, Señor. ¡Monasterio parece o Universidad, y de las grandes!
‑No erraste la vista ni el tino, pues parte y mitad es de cada cosa y, si Clavileño amaina el balanceo y tranquiliza el trote, quiero de este sitio hablarte, pues es de provecho esta historia y no sería ocioso que la aprendieras y aun supieras repetirla donde fueres, por si el ejemplo della moviera a otros poderosos a empresas semejantes de las que tanta falta tiene España, que nunca serán bastantes ni los libros ni los trabajos que hagan a los hombres caballeros cristianos que desfagan entuertos y combatan a los malandrines de cualquier ralea; que éstos, sin criarlos ni enseñarlos, haylos ya en demasía para tribulación del Reino y de las honestas y laboriosas gentes.
‑¿Y decís Señor que esos mozos que se afanan corriendo y saltando de mil formas en esos descampados son maestros o en vías de serlo?
‑Así es, amigo Sancho. Y debes saber que a las letras, latines y rezos añaden no pocas horas de esforzados ejercicios y juegos, pues el vigor del cuerpo lo hace mejor servidor y escudero del alma, que ha de ser quien lo dirija por ser ella imagen de Dios.
‑¿No será, mi señor Don Quijote, que se os ha pegado algo del clérigo Villoslada?
‑Más de algo quisiera yo, pues sabe amigo que era enjuto y de salud quebradiza, pero tenía un alma de gigante.
‑¿Por qué dijisteis, Señor, que tenía algo de convento?
‑Porque, aun siendo ésta escuela de seglares, la dirigen esos clérigos que llaman jesuitas, y porque los dichos alumnos como clérigos viven, sometidos a una regla poco diferente de la que tengan novicios o postulantes de las órdenes religiosas. Así en la sobriedad de los aposentos, la desnudez de las estancias, la obediencia, la disciplina y el recato, la incomodidad del estudio y la destemplanza y frío que sufren lo más del año. Que en lo tocante a frugalidad los sobrepasan en mucho.
‑¿De modo que entre clérigos y mozos se completa el cuadro?
‑Mal conoces Sancho los infinitos trabajos de un lugar como éste, pues has de añadir hortelanos, cocineros, enfermeros, carpinteros y otros muchos oficios y menesteres que el correr de los siglos ha creado; pues si te han admirado los extraños carruajes que has visto por las calles, mal resistirías la contemplación de cuantos ingenios y máquinas de todas clases se hallan por doquier y cuyo manejo necesita de hombres diestros que a ese solo oficio se dedican. Pero son los doctos varones que atienden las diversas enseñanzas los que entre todos se llevan la palma, pues siendo el número de clérigos menguado, al sólo cuidado de las almas se dedican, dejando la enseñanza en seculares manos. Y dase el caso que siendo los citados clérigos tratados de “padres”, son aquellos doctos varones los que ejercen de tales con su mayor amistad y confianza que no mengua sino que aumenta el respeto que sus discípulos les profesan.
‑Me maravillo, Señor, que tan insigne máquina sea obra de frailes y hombres comunes que más parece empresa de Rey, valido o gran señor.
‑Comunes hombres son los que vemos, pero no te digo más que toda la jerarquía del Cielo esta obra protege, y así ESCUELA DE LA SAGRADA FAMILIA es llamada y como tal reza en todos los papeles, sellos y documentos del Reino.
‑Más quisiera yo saber de tan singular obra, pero no tan seguido. Excusad, Señor, mientras veo qué provisiones nos han aviado para esta aventura, que noto las alforjas de Clavileño repletas y no siendo yo estudiante ni clérigo, no estoy hecho a sus disciplinas y abstinencias. Dios sabe que con cada bocado gracias le doy, y así, mientras como, rezo… como rezan otros ayunando.
‑Por la manta te excuso el disparate, tragaldabas.
30-10-05.
(46 lecturas).
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