La perversión del lenguaje

Practicar sexo
En televisión, los jóvenes que concursan para triunfar en el mundo artístico han de someterse a las más duras pruebas. A diario, se adiestran en el arte de la danza, preparan el gorgorito más primoroso y entrenan hasta la extenuación. Estos jóvenes, que han sido seleccionados por sus extraordinarias cualidades, cuando fornican, se aparean o se encaloman, según el locutor, sólo “practican sexo”. Es decir, si Jonathan se beneficia a Vanesa, conduce al lecho de plumas ‑o sea, al huerto ‑ a Nekane, o se trajina a una cordera primeriza, que nadie piense que están en pleno fornicio, cópula o ayuntamiento carnal. ¡Que barbaridad! Simplemente, practican sexo, como podrían practicar inglés, tenis o violonchelo y además “calman su sed de amor”. Todo “guay”, “fino” y “supernormal”.

Por tanto, no es de extrañar que a la hora de la siesta, ‑la hora preferida por las madres para telefonear ‑ tenga lugar la siguiente conversación:
 ‑Ainoa, que te llama tu madre desde Aldea Fuerte.
 ‑Que ahora no me puedo poner. Que llame más tarde.
 ‑Que dice que sólo es un minuto.
 ‑Que no, que no, que en este momento estoy ocupada.
 ‑Que dice que en qué.
 ‑Pues dile que estoy practicando sexo ‑aclara ‑, que parece tonta.
 ‑Que ¡ah! Bueno, que llamará más tarde.
 ‑Vale. Y cuelga.
Terminada la práctica, Ainoa, con ese encanto y naturalidad con que sólo hablan los curas muy mayores y Florentino Pérez, explica a sus compañeros que entre su madre y ella existe un rollo “como muy actual” y una relación “supergenial”. Que en una ocasión, la encontró en la cama con un señor de Toledo gritando como una loca; que se habían conocido a través de internet y que mientras su padre, cocinero de profesión, acompañaba al concejal de actividades turísticas de Aldea Fuerte a un mitin en Ciudad Real, ella aprovechaba la tarde para “practicar sexo” con el toledano. Nada de infidelidad, ni adulterio, cabronada o cornamenta. Una simple práctica de sexo.
 ‑Acabamos los tres tomando tintos y jamón, en una bodega. ¡Qué “passada”! ‑concluyó la muchacha.
“La buena sociedad constituye una horda de seres refinados”, decía Lord Byron, que era cojo, como el Manteca y como el famoso Palomo Cojo.
Yo no sé si la nuestra es una buena sociedad, pero estoy seguro de que cada día tiene más de horda y menos de refinada. El que se busquen palabras aparentemente progresistas para justificar lo vulgar y lo ordinario, seguramente confunde a más de uno, pero no puede ocultar la realidad a la mayoría. Los patrones sociales para nuestra juventud, la más culta de nuestra historia, son mindundis, frívolos y presumidos cuyos méritos consisten en gorjear tonadillas, dar saltitos, enseñar el ombligo y deshacer camas. Una vez maduros, para el couché, alternan en tertulias de máxima audiencia y explican, con todo lujo de detalles, cómo se juntan, se separan, se cornean, se chulean, se encaloman, se desloman y se ponen en manos de abogados, que ese suele ser el final de la historia. Los televidentes aplicados conocen de memoria el número de corridas de Fran Rivera, la marca de la ropa interior de Marta Sánchez y el perfume preferido del padre Apeles. Todo “como muy actual”, “como muy fino”, “como muy moderno”, “como supergenial” y de “buen rollo”. Pero, ¿dónde está la buena sociedad? ¿Dónde el refinamiento? ¿Dónde la cultura?
el cura y la sobrina
Sorprende el cúmulo de semejanzas existente entre un famoso programa televisivo y nuestros años de internado. Nosotros, como los actuales concursantes, día tras día aprendíamos a cantar y recitar, pero además, estudiábamos Matemáticas, Filosofía, Química y Latín. Formábamos filas con marcialidad y elegancia, con “la cabeza erguida y el pecho fuera”. Era tal el brío de nuestros desfiles, que a nuestro paso la tierra temblaba y el corazón rebosaba de entusiasmo. Un trimestre tras otro, demostrábamos a nuestros profesores, al jurado, a nuestros compañeros y al público en general, que “teníamos el nivel” suficiente, que “transmitíamos” lo necesario y que nuestro “estilo” era el que correspondía a un maestro digno de la institución. A veces, sospechábamos que nuestra “continuidad” peligraba y desarrollábamos las estrategias necesarias para evitar ser “nominados” y “abandonar el centro”.
Algún puntilloso pensará que, en aquel tiempo, no se practicaba sexo. Lamento disentir. Su práctica, no tenía la violencia, y la perfección de hoy día. Cierto. Pero las dificultades y el riesgo exigibles proporcionaban al hecho una fascinación incomparable. Las aspiraciones no iban más allá de los elementales roces y manoseos; es decir, un simple aperitivo que, en lugar de calmar, estimulaba el apetito. Pero en compensación, aquellos escarceos aguzaban la imaginación, la astucia y el deseo al más alto nivel y nos libraban de la rutina y la monotonía actuales. ¿O no?
Sirva de ejemplo el caso de un compañero que, cortejaba a la sobrina del cura párroco de su pueblo. Desconozco por qué ocultas razones, el sacerdote, bajito y “pocacosa”, no veía con buenos ojos la relación entre su sobrina y el muchacho. Ésta consistía en asistir juntos a misa, pasear cogidos de la mano y bailar muy pegaditos los domingos en el “teleclub”. En el cine, practicaban escarceos amorosos durante la sesión continua del sábado por la tarde, según los pasos de un estudiado proceso. El chico deslizaba su brazo distraídamente sobre el hombro de la muchacha. Ella, a renglón seguido le propinaba un tímido cachetito y le decía que qué se había creído. O sea, lo lógico. A continuación, él se justificaba diciéndole que cómo podía pensar eso, y que había sido sin querer. O sea, mentira. Finalmente, tras reiterados y hábiles intentos, cedía la resistencia, se aceptaban las caricias con complacencia y, metidos en faena, se saltaban capítulos del manual y se acometían tareas de mayor riesgo y compromiso. O sea, el sofoco.
Una noche, al llegar a casa la muchacha, con evidentes síntomas de soponcio y acaloro, su tío, el cura, le preguntó si tenía novio. “No”. “¿Y el de los jesuitas?”. “Sólo somos amigos”. “Pero os cogéis de la mano y seguro que os besáis”. Silencio. “¿Cuándo termina la carrera?”. “En junio… si aprueba”. “Y ¿qué piensa hacer después?”. “Dice que irá a estudiar a la Universidad, pero que me escribirá todas las semanas”. “Y… ¿de boda no habláis?”. Nuevo silencio y cabreo monumental del eclesiástico, empeñado en que una muchacha que bailaba pegadita, en el teleclub, paseaba por el pueblo cogida de la mano y regresaba a casa “como un tomate” debía casarse cuanto antes. Por lo tanto, y en vista de que los tiros no apuntaban en la dirección correcta, aquella misma noche escribió una carta al Reverendo Padre Director del Colegio de los jesuitas de Úbeda, Jaén.
La carta fue a parar a manos del Prefecto que, inmediatamente llamó al chico a evacuar la lógica consulta. Nuestro compañero sintió que su “nominación” era irrevocable. Si no reaccionaba con rapidez estaba en la calle. Pero la esmerada preparación de ocho años de internado no podía fallar. Una impecable argumentación y una exposición medida pero apasionada, convencieron al Prefecto plenamente de las rectas intenciones del muchacho y de que el párroco era un pueblerino, antiguo, estrecho y “cagapoquito”, que adolecía de la mentalidad propia de los religiosos modernos y avanzados “como usted padre, por poner un ejemplo”.
No puede decirse que nuestro compañero estuviera perdidamente enamorado de la joven, que al parecer no era maniquí de pasarela, trigueña y juncal, sino feúcha, bajita y regordeta; aunque, eso sí, muy simpática y muy inteligente. O sea, lo de siempre. Esta circunstancia, unida al tremendo enfado por la carta y la afrenta que hubo de soportar ante el Prefecto indignó a nuestro compañero de tal forma que al regresar al pueblo se dirigió decidido al encuentro con el sacerdote.
“Ave María Purísima”. “Sin pecado concebida”. “¿De qué te arrepientes hijo mío?”. “Pues francamente de nada; sólo vengo a expresarle un pensamiento de Voltaire que, como usted sabe, no era un beato de sacristía precisamente”. “No te entiendo hijo mío”. “Sí padre, verá como sí. Decía Voltaire que el cristianismo debe ser divino, pues ha perdurado mil setecientos años a pesar de estar lleno de villanías y sinsentidos. ¿Qué le parece?”. “Que sigo sin entenderte. ¿Quieres decirme alguna cosa más?”. “Sí padre, sí; que Dios debe ser un trozo de pan para aceptar en su Iglesia a ciertos pastores. ¿Me entiende ahora?”.
06-10-05.
(57 lecturas).

Deja una respuesta