Café de otoño

Con las primeras luces, el viento ligero de la vega desvanecía, suavemente, los tonos verde y plata de aquel maravilloso paisaje impresionista. Poco a poco, la densa niebla abandonaba el valle, dejando al descubierto la hermosura extraordinaria del mar de olivos que cruza, firme, el río Guadalquivir. El pálido sol de la mañana doraba los imponentes perfiles de los viejos templos y palacios de la ciudad.

Los domingos por la mañana, Úbeda despertaba al sol de otoño entre el vuelo nervioso del vencejo y las graves campanadas de sus Iglesias llamando a Misa. Cuando llegaban los primeros fríos, uno de nuestros placeres preferidos era desayunar churros y café con leche en el viejo Café, junto al mercado. Era pequeño y humilde, sin pretensiones. Tenía sus paredes revestidas de azulejos blancos, como de hospital. En la barra, cuidadosamente ordenados, tazas, platos, cucharillas y cortadillos de azúcar. En un extremo, la gran bandeja con una rueda de churros humeante. Junto al rincón, unos cántaros de zinc manchados de leche.
El estimulante aroma del café lo inunda todo. El vaho de la cafetera empaña los cristales, para que olvidemos que fuera ya hace frío. La puerta se abre constantemente. A nuestro lado, dos señoras enlutadas conversan en voz muy baja. Junto a sus tazas de café, un misal y un velo negro calado por un largo alfiler con cabeza de nácar. Dos hombres mayores con gorra de visera y aspecto de tratantes charlan y fuman satisfechos dos magníficos puros. En la mesa de al lado, un matrimonio serio con un niño dormido en brazos de su madre. Ella toma un vaso de leche y unos churros, mientras él fuma para matar el tiempo. En el suelo, una maleta de madera atada con cuerdas. El tintineo de las cucharillas y el bullicio de clientes ponen fondo a nuestra tertulia de jóvenes soñadores. Acariciar la taza transmite una sensación dulce y agradable.
Posiblemente, la noche anterior sólo hemos dormido un par de horas pasando apuntes de Filosofía o aprendiendo de memoria la tabla periódica de elementos. No obstante, en aquel rincón, respirando el humo cálido y denso, y observando los reflejos del fondo negro de las tazas de café, nos sentimos felices soñando con el futuro prometedor que llama a nuestra puerta.
En un momento, alguien mira al reloj. Se hace tarde: en la Iglesia de la Trinidad espera don Isaac. Salimos a la calle y encendemos un cigarrillo. Un penetrante olor, mezcla de aceitunas aliñadas, vinagre, tomillo, pescado y verduras, surge del mercado, colmando el aire fresco de un olor intenso y característico. Lentamente, nos dirigimos hacia el coro de la iglesia, repasando cánticos, pensamientos y plegarias.
Hace poco, me comentaba Ruiz Vargas que la memoria es como el perro de un cortijo, “que se echa donde le place”. Mi “perro”, hoy, ha buscado acomodo en suelo grasiento del viejo Café junto al mercado. Recuerdo aquellas mañanas, con el frío de la sierra avisando de la proximidad del otoño, no como algo estrictamente propio y personal, sino como una cuestión importante en la configuración de nuestra identidad, dentro del especial marco afectivo en que se fraguaron nuestras vidas.
Barcelona, 24 de septiembre de 2005.
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