El robo de las canicas

Tenían esa edad maravillosa en la que todos los niños merecen ser felices. Desde el estudio, las filas, lentamente y en silencio, se dirigían al comedor. Sólo el canto del búho, entre los árboles, rompía, en ocasiones, la calma del atardecer. Ni una broma, ni una zancadilla, ni una palabra. Tras unos setos, para no ser visto por los muchachos, se ocultaba don Rogelio, que les observaba atentamente. El aire anunciaba que las lentejas habían vuelto a quemarse una vez más.

Hasta que Fernando Serrano -el Príncipe- no recitaba las oraciones de acción de gracias, los muchachos permanecían de pie en el comedor, firmes tras el respaldo de su silla. Al concluir el rezo, decían «amén» y ocupaban su lugar en la mesa. Aquella tarde, el silbato de don Rogelio sonó amenazador.
-¡Pónganse en pie y vuelvan a sentarse sin hacer ruido!
Los chicos obedecieron, sumisos, sin pedir explicaciones. Hoy como ayer, el miedo es la razón de la mayoría de los silencios. Un niño de unos ocho años, delgado y paliducho, subió al púlpito y, con voz clara y fluida, leyó de corrido un fragmento de Corazón de Edmundo de Amicis. Si le hubieran preguntado qué había leído, no habría sabido contestar. Al terminar la lectura, don Rogelio, con un movimiento de cabeza, les indicó que podían hablar y los muchachos contestaron:
Deo gratias.
Durante la cena charlaban de exámenes, de vacaciones, de juegos sin juguetes y del partido de fútbol que jugarían el jueves por la tarde. A la comida nadie le prestaba la menor atención, si no era para poner junto al plato las piedrecillas que se habían colado entre las lentejas y que masticaban con repugnancia de vez en cuando.
De pronto, apareció la figura impresionante del padre Prefecto. Se hizo el silencio. El sacerdote se dirigió a don Rogelio y le susurró algo al oído. Sonó el silbato. El padre salió por la puerta del fondo del comedor y entonces don Rogelio se dirigió a los muchachos:
-Ha sucedido algo muy grave. A un compañero le han desaparecido tres canicas. El que las tenga debe decirlo y entregarlas inmediatamente. No podemos tolerar que haya ladrones entre nosotros.
La preocupación apagó los ruidos de las cucharas y el rumor de las conversaciones. Los chicos se miraban de reojo, sin moverse apenas, intentando adivinar quién era el culpable de aquella lamentable situación.
El inspector, dedicado durante años a vigilar, de forma obsesiva, el comportamiento de los muchachos, sin más aportaciones que la sanción y el miedo, se había convertido en una persona inhumana y cruel. El sufrimiento y la humillación de los chicos significaban la demostración de su capacidad profesional, de su valía. Por eso insistió, ahora en tono implacable:
-El que haya cogido las canicas que salga y las entregue inmediatamente.
Durante una interminable espera, los chicos permanecieron silenciosos, expectantes, sacudidos por un relámpago de angustia y de temor.
Las oraciones de Fernando -el Príncipe- pusieron fin a aquella cena breve y escueta. Lentamente, fueron abandonando el comedor, en silencio; sintiendo un ligero escalofrío al pensar en el castigo que les aguardaba. El camino hacia la capilla tenía un aspecto siniestro. Dos gatos negros saltaron de entre los setos y cruzaron las filas delante de los muchachos. Uno de ellos hizo ademán de lanzarles un puntapié, pero se contuvo. Algunos esbozaron una sonrisa, apenas perceptible, y los gatos se perdieron en dirección a la cocina.
La capilla permanecía a oscuras, alumbrada únicamente por la lamparilla del altar del Santísimo. El ambiente olía a cirios y a incienso. Uno a uno, los chicos fueron ocupando su lugar en los bancos de madera, a la espera de las oraciones de la noche. La voz blanca y pausada de Fernando quebraba el sosiego de la estancia, oscura y triste como un responso.
-He de morir… y no sé cómo.
-Seré juzgado de Dios… y no sé cuándo.
Sobrecogía la voz limpia del pequeño recitando aquellos pensamientos pavorosos. Tras una amplia pausa, don Rogelio leía alguna historia tenebrosa, cuyo contenido siempre era similar. Un muchacho modélico, incitado por malas compañías, cometía un horrible pecado. Avergonzado por su falta, la ocultaba al confesor y aquella misma noche una fiebre terrible ponía fin a su vida. De nada servía que el sacerdote le dijera: «yo te perdono tus pecados». La sentencia del Juez Supremo, que lee en el corazón de los niños, sería inapelable.
-Yo te condeno.
Al llegar al dormitorio, cada alumno formó, como siempre, firme y en absoluto silencio junto a su cama. Don Rogelio, envuelto en su vieja gabardina, se situó en un extremo de la sala, bajo el crucifijo. Clavados los ojos en él, los chicos lo observaban como estatuas.
-Lo diré por última vez. El que haya robado las canicas tiene un minuto para entregarlas.
El silencio se hizo eterno. Ni una palabra, ni un movimiento. Visiblemente enfadado, estalló:
-¡Todos de rodillas! Dejad en el suelo lo que tengáis en los bolsillos y abrid el cajón de debajo de la cama.
El dormitorio se llenó de ruidos de objetos que los niños depositaban en el pavimento y de cajones que ponían al descubierto el jabón, el cepillo de dientes, los objetos de aseo y algún pequeño juguete humilde y sencillo.
Acompañado del alumno al que le habían desaparecido las canicas, el inspector fue examinando uno a uno los bolsillos, los cajones y los objetos colocados en el suelo. Tras el registro, con la mirada baja, el muchacho admitió:
-No están.
La expresión del inspector era nerviosa e inquietante. El miedo en el rostro de los críos le estimulaba. No se planteaba una solución amable; necesitaba descubrir al infractor y castigarle duramente para que sirviera de ejemplo a los demás, sin importar los medios, la severidad o la edad de los muchachos.
No obstante, antes de proseguir, advirtió por última vez:
-Si alguno sabe quién ha robado las canicas, que lo diga por el bien de todos.
Tras un silencio, Juan Cano, un chico de grandes ojos claros y pelo rizado levantó la mano:
-Don Rogelio, yo lo sé.
-Muy bien; dinos quién ha sido y evitarás el castigo a tus compañeros.
-Lo sé; pero no lo puedo decir, -contestó el chiquillo.
El bofetón sonó seco y despiadado y el niño cayó al suelo, entre las camas. Siempre le habían dicho que no se debía acusar a los compañeros y ahora le abofeteaban por cumplir las recomendaciones de sus educadores. Por eso, con rabia repitió desde el suelo:
-No lo diré.
La noche estaba húmeda y fría. Los chicos seguían corriendo, dando vueltas al patio, bajo la mirada atenta del inspector, que no paraba de gritar:
-¡Deprisa! ¡Más deprisa!
La escasa luz apenas permitía ver a un alumno que cojeaba, sin duda, agotado por el esfuerzo; otros quedaban rezagados del resto. No podían más.
Los más pequeños lloraban rendidos por la fatiga y por el miedo. De repente, un alumno cayó al suelo gritando. No intentó levantarse. Hacía un buen rato que cojeaba y ya no podía más. Echado en el suelo, se sujetaba el pie derecho con ambas manos y hacía verdaderos esfuerzos por no llorar. Nadie le ayudó. Los demás continuaban corriendo; don Rogelio se acercó a él.
-¿Qué te pasa?
-Que me he caído.
-No es nada. ¡A correr!
-No puedo, me duele mucho.
-A ver.
Al acercarse, se asustó al comprobar la exagerada inflamación del tobillo del chico.
-Déjame ver -dijo, adoptando un tono menos severo.
-No señor. Ya no me duele, -intentando incorporarse, sin conseguirlo.
Tenía muy mal aspecto. Los gestos de dolor eran preocupantes. Por un momento, el inspector se olvidó del resto de alumnos y llamó a dos muchachos que se acercaron rápidamente, cogieron al niño por los hombros e intentaron tranquilizarle mientras deshacían el nudo del cordón de su bota. A continuación, don Rogelio fue despojándole del calcetín de lana húmedo y agujereado. En ese instante, a través del roto del talón, cayeron del calcetín tres canicas de cristal. Allí estaba el producto del robo y la solución a los problemas de aquella noche insoportable. Los compañeros que le ayudaban miraban asombrados las canicas. Los ojos de don Rogelio brillaban, ciegos de desprecio hacia el muchacho.
Era media noche. El camino del patio al dormitorio lo recorrió, apoyando sólo un pie, con la ayuda de dos alumnos mayores. Más de dos horas permaneció de rodillas frente a la puerta de acceso a los lavabos; primero con los brazos en cruz, luego, sentado sobre sus talones y dejando caer los brazos a lo largo del cuerpo. Atento siempre al inspector, que cada poco tiempo aparecía sigilosamente. Cuando el niño adivinaba su llegada, volvía a extender los brazos y a colocarse de rodillas en posición correcta. Casi serían las tres de la mañana cuando, vencido por el sueño y la fatiga, oyó decir a don Rogelio:
-Vete a dormir, ladrón.
Al día siguiente, lo expulsaban del colegio.
Dos años más tarde don Rogelio era despedido y, al siguiente curso, el internado se cerraba para siempre. En su lugar se creó un Grupo Escolar regentado por profesores seglares bajo la dirección de las Escuelas de la Sagrada Familia. Algunos chicos continuaron sus estudios de Formación Profesional o Magisterio en Úbeda y otros volvieron al pueblo, a casa, con su familia. A causa de los cambios en aulas y despachos, un antiguo alumno encontró, abandonada en un armario, una carpeta con fotos antiguas y una carta, con letra de niño y alguna falta de ortografía, dirigida a Juan Cano. Cuando supo de mi afición por recuperar recuerdos de aquel tiempo, me las envió, rogándome absoluta discreción. Imagino que el padre Pérez, después de leer aquella carta, nunca la entregó a su destinatario. Reproduzco algunos párrafos de la misma, que considero de interés.
Villacarrillo, 24 de marzo de 1955.
Querido amigo Juan:
Ya ha pasado un mes desde que fui expulsado del colegio y aún no he conseguido olvidarme de aquel día. En primer lugar, quiero decirte que yo no robé las canicas, que cuando las cogí os las pensaba regalar a Fernando –el Príncipe- y a ti para que fuerais mis amigos. Se lo dije al padre Pérez, pero no me hizo caso porque pensó que lo decía para que no me echaran.
Me ha dicho mi padre que a los que me pregunten por qué ya no voy al colegio, les diga que me han dado «calabazas». Yo creo que nadie se lo va a creer, porque se lo dije al maestro y me contestó que parecía mentira, que yo era más vivo y más despierto que la mayoría de los niños de mi pueblo. También creo que a mis padres les da vergüenza de tenerme por hijo, desde que el padre Pérez les contó que en el colegio habían intentado hacer de mí un buen cristiano y yo había salido un ladrón. Entonces mi madre se echó a llorar y a mí, al verla, se me hizo un nudo en la garganta y me mordí los labios; pero también lloré. Y mi padre dijo «vámonos ya, y no llores más que tampoco es ‘pa’ tanto… ¡Echar a un niño por coger unas canicas! ¡Qué barbaridad!».
Sentí mucho que don Rogelio te pegara y te castigara por mi culpa. Cuando voy a misa rezo para que Dios nunca lo perdone. También rezo por ti y por el padre Pérez que, aunque les dijo a mis padres que me echaban del colegio por haber robado, luego les dio quinientas pesetas porque ahora había en casa una boca más que alimentar.
Sigue la carta hablando de la escuela del pueblo y otros detalles de menor interés; al final se despide diciendo:
Recibe el cariño de tu amigo que nunca te olvidará.
P. J. M.

Pies de foto
1. En filas, en el patio.
2. En Villanueva, de uniforme, bajo la atenta mirada de don Rogelio.
3. Procesión en el colegio. Oficia el acto el padre Fernando Pérez. El alumno que lleva uno de los ciriales, a la izquierda, es Zacarías Serrano, hoy arquitecto del Ayuntamiento de Madrid.
4. Representación musical. Fin de curso de 1955. De derecha a izquierda: Fernando Serrano –el Príncipe-; Juan Cano, el chico de ojos claros que a pesar del castigo no acusó a su compañero; Dionisio Rodríguez, que desde el púlpito leía Corazón de Edmundo de Amicis y vivió los hechos que se relatan; Cayetano Fernández, Luis Hidalgo Ramírez y un alumno cuyo nombre no recuerdo.
13-01-06.
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