El cachorrillo

 

Mi escuela olía a lápices, a frío, a gomas de borrar y a niños pobres. Los hijos de familias humildes olíamos a tristeza y a falta de cariño. Mi escuela no tenía calefacción, ni estufa de leña o de aserrín. El frío de la sierra se pegaba a las ventanas y el resuello de los críos formaba un suave velo en los cristales en el que pintaban con el dedo, muñecos y garabatos, cuando el maestro miraba hacia otro lado. El recinto, al que se accedía directamente desde la calle, era estrecho y alargado; a ambos lados había una fila de pupitres con capacidad para dos muchachos cada uno, pero si éstos eran pequeños se sentaban tres. Al fondo de la sala, estaba la mesa y el sillón del maestro con un cojín sucio y recosido. Pintada en la pared, una enorme pizarra de color negro; y en un rincón, a la derecha, un armario en donde se guardaban los libros de lectura, los mapas y la tiza.

Aquella tarde, el maestro, se dirigió a los tres alumnos que permanecían de pie con la cabeza baja y los ojos fijos en aquella gran mesa sucia, atestada de libros y cuadernos.
‑¿Dónde habéis estado esta mañana?
Los muchachos, nerviosos y asustados, no se atrevían a contestar. En tono algo más firme, el maestro insistió:
‑¿Por qué no habéis venido a la escuela?
Otra vez el silencio. Al final, Fermín, el mayor, tras un esfuerzo, consiguió articular en voz muy baja:
‑Porque tenía que ayudar a mi padre.
‑¿Y tú?
Ahora, el maestro miraba a Juanito, el Moco, un chico pálido y muy delgado que no dejaba de toser.
‑Porque tuve que ir al médico con mi madre ‑consiguió decir, con gran esfuerzo.
Faltaba Jesús, el menor de los tres, que vestía un jersey gris, roto y deshilachado ‑demasiado grande para su edad‑, un pantalón de pana viejo y raído, y una enorme bufanda. Sujeta, bajo el brazo, una caja de zapatos con agujeros en la tapa.
‑Jesús, dime la verdad. ¿Qué habéis estado haciendo esta mañana?
Oculto tras la bufanda, que sólo dejaba al descubierto sus ojos y el flequillo, el muchacho contestó:
‑He ido, con estos dos, a jugar con los perrillos abandonados en el barranco.
Al descubrir la mentira, los gritos y las risas rompieron la tensa calma de la escuela.
‑¡Silencio, silencio! ‑gritó el maestro.
‑Y en la caja guardas uno, ¿verdad?
‑Sí.
‑Se dice, “sí, señor”.
El delirio. Una enorme algarabía se apoderó de la clase. El maestro no dejaba de reclamar silencio. Los niños se levantaron precipitadamente, rodearon al pequeño y le arrebataron la caja de zapatos. En ella, entre unas hojas marchitas de lechuga, estaba el animalillo que, con los ojos cerrados y temblando de frío, movía torpemente la cabeza, olisqueando, en busca de calor y de cariño. Jesús rompió a llorar. Rafael, el Pelotilla, se acercó y le secó los ojos con un pañuelo sucio. El maestro seguía gritando “¡Silencio!”. Los críos se amontonaron en torno al cachorrillo. Entonces, el maestro dio varios palmetazos en la mesa. Cuando el maestro golpeaba la mesa con su palmeta, se hacía el silencio más absoluto. Los niños colocaban los codos sobre el tablero inclinado del pupitre y se cogían con ambas manos la cabeza, como si fueran muy buenos y aplicados, sin respirar apenas, fijos los ojos en el maestro, esperando escuchar su voz de nuevo; como cuando se va la luz y aguardamos unos segundos a que vuelva.
Restablecida la calma, el maestro cogió al perrillo, tiró a la papelera las hojas de lechuga, colocó su mano sobre el hombro del pequeñín y le dijo, que aquel perrillo tan pequeño estaba triste porque echaba de menos a su madre; que en la caja de zapatos pronto se moriría de hambre y de frío, porque los perros no se alimentan con hojas de lechuga. A continuación, preguntó si alguien sabía quién había abandonado a la camada.
‑Ramón, el carpintero ‑contestó Pepe, el hijo del boticario, levantando el brazo.
Jesús no paraba de llorar. El maestro le cogió de la mano y le dijo que a la salida de la escuela le acompañaría a llevar al perrillo junto a su madre. También le dijo que hablaría con Ramón, el carpintero, para que cada día, al salir de la escuela, le dejara jugar un rato con él y llevarlo a casa cuando creciera.
Recuerdo aún el tic-tac del despertador en la mesita. Sonó a las tres y media. Cuando salimos aún era de noche. Cogidos de la mano, en silencio, cruzamos las calles solitarias y oscuras de mi pueblo. Tras las tablas de una puerta rota y desvencijada, el balido de un corderillo hambriento. La estación de Correos era una habitación pequeña, presidida por la mesa de David, el cartero, y una báscula vieja y oxidada, pegada a la pared. En un rincón, un hombre, sucio y sin afeitar, fumaba un cigarrillo maloliente. A su lado, una mujer joven cobijaba bajo un gran manto negro a un niño muy pequeño que gimoteaba tristemente. Lo llevamos a Úbeda, al médico. Mi madre preguntó a David, el cartero, si podía pesarme. Él, con los ojos, me invitó a subir al artefacto. Después de ajustar y observar las pesas, le dijo a mi madre que parecía mentira, pero que ya pesaba veintitrés kilos. Ella estaba feliz y muy inquieta.
Cinco horas tardamos en llegar a Villanueva. Serían casi las diez de la mañana cuando cruzamos la puerta del internado. Entrando, a la izquierda del gran patio de columnas presidido por la imagen del Sagrado Corazón, en una sala grande, cuatro o cinco señoras cosían y planchaban ropa blanca. Se estaba bien allí. Recuerdo el calor de la estancia y el agradable olor a ropa limpia. Nos recibió Herminia, una mujer extraordinaria de rostro amable y acogedor. Luego Fuensanta, alegre, menuda y vivaracha. Más tarde, el Padre Pérez, alto y severo.
Después de saludarnos quiso ver mi maleta. Allí estaban mis dos mudas de ropa interior, dos pares de pantalones de pana negros, camisas, calcetines, el cepillo de dientes, cuchara, tenedor y cuchillo ‑debidamente marcados‑, y un sorprendente par de zapatos nuevos “de vestir”.
‑¿Por qué le ha comprado al niño estos zapatos? ‑preguntó el Padre.
‑Como hace tanto frío… ‑respondió mi madre.
‑Pero en el colegio tenemos botas y zapatos para los niños.
‑Entonces no se preocupe, que los devuelvo.
‑¿Y los aceptarán en la tienda?
‑Pues claro, Padre… ¡Si no los he pagado!
Llegó la hora de la despedida. El tiempo se paró. Yo no respiraba. Tenía siete años. Sin duda era un momento muy importante. No debía llorar. Por primera vez mi madre me dejaba solo. Recuerdo sus palabras:
‑Hijo, si te echan, a casa no vengas, porque ya sabes lo que te espera allí.
Le di un beso y me fui con el sacerdote al encuentro de mis nuevos compañeros.
Aquella noche, la primera en las Escuelas, tardé mucho en dormir. Pensaba en Jesús, en su perrillo, y en el castigo que les cayó a Fermín y al Moco por mentir. Más de una hora estuvieron dándole vueltas a la escuela, a cuatro patas y ladrando ‑como perrillos‑, cuando algún compañero no contestaba correctamente. Lo mejor fue cuando le preguntaron a Genaro, el Borrego, por qué debíamos cuidar bien a los animales y contestó:
‑Porque también son seres humanos como nosotros. ¡Con carne y hueso!
20-12-05.
(90 lecturas).

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